Salvador Novo :
Al llegar al siglo XIX exclama “¡Vive la France!”, con el esplendor culinario del Imperio de Maximiliano y, posteriormente, con la llegada de Sylvaine, el gran cocinero de Porfirio Díaz.

El Parián fue un mercado de la Ciudad de México construido en 1688, durante el virreinato. Estaba ubicado en lo que hoy es el Zócalo. Estilo Barroco.
Finalmente, el autor respira a “nuestra época” donde relata sus andanzas por las fondas y restaurantes.
Comencemos
Tercer Servicio
El siglo de las Luces
Capitulo 1
La Independencia
AL suspender de golpe el comercio con España, y al fomentar en medida patriótica un sentimiento de vindictivo boycott contra ;nuestros expulsados opresores, la Independencia abrió más ancho camino y mercado a los productos franceses que empezaron a llegar investidos de novedad y de prestigio. En la medida en que nos divorciaba ¡de la España, la Independencia nos aproximaba a la Francia.
En un análisis cuantitativo, y a partir sobre todo del siglo XVIII, la influencia francesa en la vida mexicana sólo es segunda a la española.
Iturriaga rastrea esta influencia en la educación de la Nueva España ¡desde la llegada, entre los primeros frailes, de Jean Buchner, Jacobo ¡Tester (Fray Jacobo de Testero, franciscano precursor de la educación
audiovisual), Maturin Gilbert y Arnaldo Bassaccio, maestro en Santa Cruz de Tlatelolco en 1537, y el librero Pedro Ocharte; señala la infiltración del pensamiento cartesiano en el siglo XVIII y las lecturas clandestinas de los autores franceses que nutrieron la cultura de los ¡jesuitas Clavijero y Alegre en ese siglo, y el hecho de que el joven ‘Miguel Hidalgo y Costilla haya sido discípulo de Alegre.
Los primeros años de la Independencia perfilan una situación en todo favorable a la inmigración abierta de los franceses que se apresuran a aprovecharla.

Aún antes de un reconocimiento que los Borbones (después de todo, parientes tan próximos del que habíamos nosotros desconocido) tardan en concedernos, las relaciones comerciales empiezan a operar en el único sentido posible dada nuestra carencia a la vez de flota y de mercancías: de Francia a México…. La sociedad mexicana alhaja sus casas y atavía sus personas con los mil primores de que llegan a Veracruz cargados los barcos del Havre.
Puede en resumen, y por lo que hace a nuestro tema, decirse que la nueva situación permitía a nuestra gula, hasta entonces contenida en el pan español, desbordarse hacia los pasteles franceses.
No es de este libro detallar las largas gestiones de reconocimiento a nuestra Independencia emprendidas en París por los Murphy, padre e hijo, cerca de un Luis XVIII y un Carlos X .
Pero en tanto que los españoles no tenían ante quién quejarse (y peor les iba si se atrevían a hacerlo: “¡mueran los gachupines!”);y los mexicanos se aguantaban.
Los franceses encontraron en el Barón Deffaudis, acreditado el 11 de febrero de 1833 como el primer Ministro de Francia en México.
Un paño de lágrimas que convertido en altivo energúmeno, tomó por cuenta propia y con amenaza de guerra la indemnización que los comerciantes franceses reclamaban al Gobierno mexicano hasta por la suma, entonces enorme, de 600,000 pesos por daños recibidos durante nuestros disturbios.
La cifra, por lo visto, les era grata o mágica a los franceses en relación con sus exacciones a México)
A la breve guerra que con ese motivo se desató entre México y Francia: iniciada por el bloqueo de Veracruz durante cinco meses, y durante la cual el general Santa Anna perdió una de sus piernas; guerra concluida gracias a los buenos oficios del Ministro inglés Mr. Richard Pakenham el 9 de marzo de 1839, se le da en nuestra Historia el gastronómico nombre de Guerra de los Pasteles.
Llegaron hosteleros, cocineros, reposteros, entre los muchos comerciantes establecidos con creciente prosperidad en el siglo XIX.
Capitulo 2
El Siglo XIX
EL Viajero en México” es guía excelente para asomarnos y en sus páginas bien nutridas de datos a la ciudad de mediado el siglo ;xix. Nos permite comprobar la inducción de que la “buena vida” tendió a radicar en las calles del Refugio y Coliseo Viejo —en sus aledañas del Espíritu Santo, calle y callejón, y un poco en Plateros y San !Francisco.
En 1864 hallamos listadas en el Viajero hasta 111 bizcocherías y 4 chocolaterías. Ninguna en las calles del Refugio o del Coliseo. Pero ¡en cambio, de las 38 dulcerías de la ciudad, las tres mejores se encontraban en ellas: la de don Tomás Devers (con abarrotes) en la esquina con el Espíritu Santo; la de don Luis Reinot (también por supuesto francés) en el Portal del Aguila de Oro; y la de don Carlos Plaissantien el número 24 del Coliseo Viejo. Don Antonio Plaissant Wierma ) puso su dulcería con pastelería en la 2° de Plateros.
Y padeció ¡la competencia de la pastelería que abrió en la 3° de San Francisco don Pedro Coste. Así es que de las 10 pastelerías que en 1864 engordaban en la ciudad a las señoras mexicanas, sólo esas dos eran próximas a las Calles del Refugio y del Coliseo.
Veamos en cambio los hoteles con restaurant. Eran catorce en la ciudad en ese año de 1864. De esos 14, la abrumadora mayoría de 10 se hallaban instalados en las calles del centro de la ciudad.
El hotel de La Gran Sociedad fue comprado en 350,000 pesos (diez mil más”, de los que ofrecía El Palacio de Hierro por el local) por el cuñado de don Porfirio Díaz don José de Teresa y Miranda, y derruido en 1898-1900 para construir la Casa Boker.
En fondas menos ostentosas que los restaurantes de los 10 hoteles de esas calles, no andaba menos alta la proporción de las instaladas en Refugio, Coliseo y aledañas: de 23 que había en todo México, diez eran atendidas por doña Eleonora Cuaquelet.
En cambio, no encontramos, de las once cantinas de entonces, ninguna en estas calles. Las más próximas a ellas eran las tres que poseía cierta Madame N.: dos en la calle de Vergara, y una en Santa Clara.
Las cantinas empezaron a proliferar, instaladas al modo americano, durante la ocupación. “Bars”, billares, tiendas y hoteles “Americ an Style” surgieron a satisfacer a los soldados yanquis, y a las “Margaritas”, como dieron en llamar a las alegres Malinches de la época.
Cierta Mae Jay se instaló a embriagar a sus compatriotas, en el hotel de la Bella Unión: a exigir que las “Margaritas” lucieran trajes de noche —corno en las películas del Oeste— (los hábiles soldados yanquis cumplían el requisito alquilando vestidos de que a la salida, despojaban a sus damas) y a anunciar que admitía “abonados a la mesa redonda por 25 pesos mensuales.
Almuerzo a las 10:30, comida a la oración”. Aparecía en México el horario yanqui del lunch and dinner.
El hotel de la Bella Unión, en la esquina de Palma y Refugio, tiene larga historia, de que sólo daremos rasgos: fue la primera casa de ladrillos construida en México.
En él se fraguó la rebelión de los polkos; se adornó con los retratos de los presidentes —y el de Santa Anna fue de ahí arrancado por el pueblo en 1844.
Clasificados como “Cafés y Neverías” encontramos una buena lista de 84.
En don Anselmo de Zurutuza debemos recordar con agradecimiento y admiración al más inteligente y empeñoso creador de los servicios de transporte, alojamiento y alimentación de viajeros en una época en que
no existían prácticamente caminos, ni en ellos seguridad.
En medio de las guerras civiles y el bandolerismo, Zurutuza estableció postas, paraderos, fondas: garantizó puntualidad y seguridad a viajeros y correspondencia.
A uno de sus barcos le tocó traer en 1837 la noticia del reconocimiento de la Independencia de México por España.
El Hotel Iturbide se componía de cinco grandes compartimientos, con un total de 170 cuartos. Cada cuarto tenía los muebles necesarios, ropa limpia cada semana y luz para acostarse. Por todos estos servicios se cobraban seis pesos al mes.

Había otros cuartos lujosamente amueblados y decorados, en los que se cobraba hasta 40 pesos, es
decir había cuartos en este hotel, para cada una de las posibilidades de los viajeros.
Contaba además con una de las mejores fondas de la ciudad, así como con una sala de baño, una sastrería, un bazar con toda clase de efectos, boliches, cuartos para criados, caballerizas, coches elegantes sin número, que daban servicio todo el día y toda la noche.
Los siglos del hartazgo, la glotonería y las invenciones alimenticias de criollos y españoles, encomenderos, frailes, obispos, oidores, virreyes, vieron a los indios como raza cruzarlos sin alteración, de su dieta ancestral.
Llegaron los indios sobrios y desnudos hasta la guerra de Independencia.
Durante las batallas, su resistencia física demostró a qué punto las obligadas privaciones alimenticias de una campaña que afectaron hasta el debilitamiento y la derrota.
A los criollos realistas no constituían novedad, sino costumbre que auxilió en la victoria final a los indios subsistentes por su ancestral par de tortillas.
El siglo XIX mira a los indios perdurar al margen de los refinamientos culinarios que importa un mayor y más diversificado contacto con Europa.
Todavía es un poco suya la ciudad a que llegan, cargados, a vocear el carbón para las cocinas, las aves para los guisados, las tortillas de varias formas los pájaros y las flores. Ellos siguen dando. Pero ni reciben ni admiten variación en su sobria dieta.
Tampoco durante la Revolución. A los campos de batalla: dentro o arriba de los trenes militares, los han seguido sus mujeres, comal y metate. Al triunfo, muchos irrumpieron en los comedores suntuosos
de los palacios porfirianos; pero no a sentarse a la mesa: a montar guardia y a calentar sobre la leña excelente que rendían los ajuares Luis XV, las gordas con chile.
De los testimonios del siglo XIX a que podemos acudir, ninguno más penetrante, agudo, ni completo, que el de la encantadora Marquesa de Calderón de la Barca. Esta fina, inteligente dama inglesa casada con un caballero español, trató y observó a toda clase de gente los dos años que vivió entre nosotros.
Se sentó a las mesas de Palacio, a las de la aristocracia mexicana. Leamos en la décima de sus Cartas,
escrita el 25 de febrero de 1840, estas observaciones suyas: “En cuanto a las indias, las que vemos todos los días traer al mercado sus frutas y sus legumbres, son, hablando en términos generales, sencillas, de humilde y dulce apariencia, muy afables y corteses en grado superlativo cuando se tratan entre sí.
Pero algunas veces se queda uno sorprendido de encontrar entre el vulgo caras y cuerpos tan bellos, que bien puede suponerse que así sería la india que cautivó a Cortés; con ojos y cabello de extraordinaria hermosura, de piel morena pero luminosa, con el nativo esplendor de sus dientes blancos como la nieve inmaculada, que se acompaña de unos pies diminutos y de unas manos y brazos bellamente formados, y que ni los rayos del
sol ni los trabajos alcanzan a ofender.. .
Se ven asimismo, de vez en cuando, algunas muy hermosas rancheritas, esposas e hijas de campesinos, con blancos dientes y cuerpo esbelto:
mientras que la prematura declinación de la belleza, en las clases acomodadas; la ruina de los dientes y la excesiva gordura.

En ellas tan comunes, son sin duda los resultados naturales de la falta de ejercicio y de una alimentación disparatada.
Los consumidores no son los indios, cuyos medios no se lo permiten, sino las mejores clases, que por lo general comen carne tres veces al día. Añadid a esto una gran cantidad de chile y de dulces en un clima del que se queja todo el mundo por irritante e inflamatorio.
Y para las cuales existe un universal y agradable remedio, como es el de tomar baños calientes.
En su magnífica edición de las Cartas de la Marquesa, don Felipe Teixidor anotó esta décima con lo que averiguó que comía una monja fuera de su convento en 1840: A las cinco de la mañana se le da atole de harina porque a esa hora no le gusta el chocolate; a las siete, atole de maíz; a las nueve toma dos cosas para el almuerzo.
Al medio día, caldo, sopa, puchero, guisado y dulce. A las seis de la tarde se le da chocolate, y a las nueve de la noche, asado, guisado y frijoles.
No era menos copiosa la alimentación de don Pedro Martín de Olañeta, según la describe don Manuel Payno en sus Bandidos de Río Frío: “A las cinco de la mañana, su chocolate espeso y muy caliente, con un estribo o rosca… A las diez en punto, su almuerzo: arroz blanco, sus frijoles refritos y su vaso de pulque.
A las tres y media, la comida: caldo con su limón y sus chilitos verdes, sopas de fideos y de pan, que mezcla en un plato; el puchero con su calabacita de Castilla, albóndigas, torta de zanahoria o cualquier guisado; su fruta, su postre de leche y un vaso grande de agua destilada.. A las seis de la tarde, su chocolate; a las once, la cena…”
Teixidor cita en su nota el diálogo de las mañanas en la Alameda en que don Carlos María de Bustamante subraya las diferencias entre la comida mexicana y la inglesa. Hablan en él doña Margarita y Milady.
Doña Margarita ya se despide para ir a tomar “un buen almuerzo de guajolote en pipián y cuyo olor ya me pasa por las narices”.
“Si quiere usted ahorrarse de ir a su casa —invita Milady—, venga a la nuestra…” “Lo agradezco, señora —replica doña Margarita—; pero en ese caso me sentaría a acompañar a ustedes en la mesa; a la verdad
no tengo dientes ni digestión bastante para usar los alimentos de ustedes a medio cocer… No sé cómo hay mexicanas que puedan acomodarse con ellos”. “Todo lo hace el tiempo y la costumbre” —replica
Milady—; y advierte, profética: “al paso que caminamos, todo lo harán ustedes a la inglesa.
Adiós, hasta mañana, y que aproveche el pipián”. Y concluye doña Margarita: “Si usted lo comiera y le
echara encima un buen vaso de pulque de arroz, diría que había gustado de la ambrosía de los dioses”.
El hospedaje en México se halla naturalmente vinculado con los viajeros. Es el solitario, el recién llegado, el comerciante, el espía o el diplomático quien en los caminos necesita pasar la noche en una posada o venta.
Y al llegar a la ciudad, alojarse en un mesón. Y en ambos lugares, cenar, comer o hacer las tres —más— comidas.
“Una de las primeras licencias dadas en la capital (dice en tesis inédita sobre ‘El Hospedaje en la Nueva España, su Desarrollo y Evolución’ Alicia Hernández Torres) fue la que se otorgó en 1525 a Pedro Hernández Paniagua para que pudiera establecer un mesón en la ciudad de México, en lo que hoy es la calle de Mesones, en unas casas de sus propiedad”.
Dicha licencia se le concedió ‘para que pueda acoger a los pasajeros que a él viniesen y les venda pan y carne y todas las otras cosas necesarias, guardando y cumpliendo el arancel que se le diese.
En los mesones de la ciudad y en las posadas del camino, los huéspedes comerían lo que les sirvieran, y les servirían al uso local, sin ánimo de plegarse el anfitrión a indagar ni a complacer el gusto o la costumbre del cliente.
Lo que las autoridades sí vigilaban es que no se abusara de los que hoy llamaríamos turistas. Las ordenanzas a que debían plegarse lo impedía.
La llegada cada vez más frecuente y nutrida de extranjeros no españoles a partir de la Independencia, aconseja ofrecerles alojamiento y comida más a tono con sus hábitos y recursos. No basta ya el mesón,
de que hay muchos en la ciudad (la autora citada recopila los nombres y la ubicación de 31 mesones en 1832), la mayor parte propiedad de señoras y todos de españoles o mexicanos, reconocidos por la especialidad de su clientela; ni bastan ya las fondas, también numerosas.
Conviene abrir nuevos mesones o albergues que por su elegancia y comodidad merezcan el nuevo y francés nombre de Hoteles. Y en ellos es preciso que funcionen comedores a inmediata mano y servicio de
los huéspedes, aunque también se admita en ellos a los que no lo sean y apetezcan probar los platillos que en el Hotel remeden las suculencias extranjeras a que se supone habituados a los pasajeros llegados de la Francia, la Alemania o la Inglaterra. Nacerá, en otras-palabras, el Restaurant —nombre elegante de la fonda venida a más y originalmente anexa al Hotel.
Remito al lector a la página 243 de la Carta de Textos. Allí le aguarda don Luis González Obregón para hablarle de los Mesones en el México Viejo.
Los orígenes de la influencia que Francia ha ejercido en nuestra vida han sido competentemente explorados por muchas plumas ilustres, que en ella descubren los gérmenes de nuestro pensamiento independiente. Y consumada la Independencia, Francia sigue inspirando a los liberales: Zavala, Mora, Gómez Farías; más tarde a Ocampo, Ramírez, Juárez, Altamirano.
“No es posible afirmar todavía, ni aun con probabilidad —reflexionaba José María Luis Mora— el grado de influencia que podrán tener sobre los hábitos sociales, que aún se están formando en México.
Los diversos usos de los pueblos con los cuales ha entrado-en relaciones, y que son por decirlo así, otros tantos modelos propuestos a su imitación.
En México nadie se acuerda de España sino para despreciarla… ganando entre tanto terreno Francia e Inglaterra sobre la sociedad mexicana por la introducción de sus usos y costumbres. La Francia vendrá a dar el tono en México, sirviendo de modelo a su sociedad.
En cuanto a esto, no podernos menos de lamentar la suerte de nuestra patria que va a perder mucho en sus costumbres; los hábitos franceses son demasiado libres y presentan mil caminos al galanteo, que es el mayor
azote del trato social”.
Pero los políticos pronostican y filosofan desde una altura de generalizaciones que ignora las pequeñas realidades, las fuertes realidades que los pueblos fraguan al margen de la política en la cervantesca
oficina del estómago.
Es posible que a raíz de la Independencia, el odio por los españoles atenuara en los mexicanos algunos de los usos de la metrópoli; pero no los gastronómicos. El puchero, el arroz, el chorizo, estaban demasiado arraigados para que prescindiéramos de ellos por puro patriotismo antihispano.
Es cierto que Francia e Inglaterra introducían sus usos y costumbres; pero no lo es menos que por lo que hace a los culinarios, Inglaterra tendría poco que enseñarnos, y que los recetarios franceses sufrirían al llegar a nuestras cocinas las adaptaciones necesarias para adecuarlas, como lo proclaman los tratados de que en seguida nos ocuparemos, “al gusto mexicano”.
Capitulo 3
Libros de cocina
Persigamos brevemente a la gula codificada en normas desde el momento en que los recetarios allegados en los conventos y en los palacios empiezan a abandonar el secreto de los manuscritos y a entregarse, impresos, al pueblo.
A partir de su aparición, los libros o “Artes” de cocina ofrecen al historiador material valiosísimo, no sólo
para discernir la dieta de las épocas que condensan: sino para advertir las penetraciones que van realizando en el gusto y la moda las influencias de los países alternativamente poderosos.
El Arte de Cocina de Montiño iba a ser una especie de Biblia Gastronómica, objeto de constantes re-ediciones.
A lo largo del XVII , del XVIII y aún de principios del XIX.
Poseo una de 1725, y he visto la que en 1809 proclama ser la décima sexta.
Se siguió editando, sin duda. Dionisio Pérez, tratadista moderno de la gastronomía española, supone que pasó de treinta ediciones este tratado de fabulosa tragonía sólo destronado, en parte, por el “Nuevo Arte de Cocina” “sacado de la experiencia económica” cuyo autor Juan Altimiras, lo dedica a San Diego de Alcalá, y recibe el 4 de julio de 1745, para imprimirse en Madrid, la aprobación de Francisco Ardit, de la Cocina de Su Majestad. pues todo se encamina a contentar el gusto sin mucho gasto, por lo cual es digno de la impresión”.
El libro de Altimiras, deliberadamente sencillo, expuesto en capítulos que clasifican los platillos en “comida de carne”, “Volatería”, “comida de pescado”, “de todo género de hierbas”, y una adición “para componer aguas, con otras advertencias”, es el modelo, hasta por la declaración de “Nuevo”, de los “Novísimos” “Artes de
Cocina” que a principios del XIX se proponen popularizar los buenos platillos: los libros de cocina que veremos aparecer en México en 1831.
Es en ellos donde podemos discernir la aparición de la influencia francesa en las mesas mexicanas del XIX.
El “Novísimo Arte de Cocinar o excelente colección de las mejores recetas para que al menor costo posible, y con la mayor comodidad, pueda guisarse a la española, francesa, italiana e inglesa; sin omitirse cosa alguna de lo hasta aquí publicado, para sazonar al estilo de nuestro país”, impreso en 1831, en la oficina del C. Alejandro Valdés y dedicado a las Señoritas Mexicanas.
“Lleva añadido —continuaba la portada— lo más selecto que se encuentra acerca de la repostería; el arte de trinchar, etcétera, con dos graciosísimas estampas que aclaran mejor este último tratadito”.
En sus 245 páginas encierra ocho tratados: I Sopas; II ensaladas; III: guisados de carne y aves, asados y tortas; IV. guisados de pescados y vigilia; V. Masas para pasteles, bizcochos, buñuelos y tortas; VI. Antes, guisados de leche y postres distintos; VII. De distintas cajetas, conservas y otros dulces finos; y VIII. Refrescos, helados y Gelatinas de sustancia; más un Suplemento surtido de guisos
con sección aparte de sopas, ensaladas, varias clases de dulces especiales; bocadillos, cubiletes, conservas, jaleas, postres y pasteles , masas para pasteles, para buñuelos y para rosquetes; bebidas frescas y chocolates. Luego, el Arte de Trinchar y servir las viandas.
Pocos años después, un “Manual de la Cocinera”, o “Colección de las mejores recetas de guisos y todos dulces”, se expande a tres reales en la Alacena N 10 del Portal de Agustinos y en la Imprenta de la
calle de San Felipe de Jesús, junto al número 16.
Servirá “para que al menor costo posible y con la mayor comodidad, pueda guisarse a la francesa, inglesa, italiana y al estilo del país”. Contiene este pequeño libro unas cuantas de las recetas del que antes mencioné, pero omite las importantes instrucciones sobre la etiqueta y el arte de trinchar, que reaparecen en la nueva edición parisiense de aquel libro, de 1856.
Son numerosas las recetas “a la francesa” que esta edición incorpora a las que reproduce de la anterior.
Fricassé, masa francesa para pasteles: pero aún predominan los platillos españoles mexicanizados. El propio adobo de lengua de vaca a la francesa, pide “chiles desvenados y tostados”. Y encontramos en este tratadito una única huella del paso de los norteamericanos por México en 1847: la inclusión de unos “muéganos” que
(llama “americanos”, y que piden 30 yemas, 1 libra de harina de flor, una poca de sal, una cucharada de aceite de comer, tres de agua de tequesquite _ asentada y un poco de anís: se amasa, se extiende, se cortan como cerillos, se orean, se fríen; se hace una miel con azúcar, panocha y miel virgen: en que se bañan los Cerillitos apelmazados.
Menos el ajonjolí de la receta (y seguramente sin tantos huevos), son los muéganos que todavía podemos triturar en el cine de barrio. A menos, por supuesto, que prefiramos las palomitas el “pop corn” ese invento yanqui que debe haber sido el resultado de que al llegar Norteamérica, los “pilgrims” hayan confundido el maíz con las castañas, y se hayan puesto a asarlo —ignorantes de que el pinole es mucho más sabroso, aunque demande más saliva.
Para 1883, un “Nuevo Cocinero Mexicano en forma de Diccionario de nada menos que 966 grandes páginas a dos columnas, editado por la librería de Ch. Bouret en París y en México (23 Rue Visconti, 1 18, calle de San José el Real) nos muestra hasta qué punto, en cincuenta años, la cocina francesa había logrado adueñarse de los hogares mexicanos. “Se ha expugnado la obra —advierte su prospecto— de muchas recetas que la experiencia ha manifestado no ser ya del gusto ;del país, o que por su difícil y complicada ejecución no han producido resultados satisfactorios”.
Y adelante, este párrafo revelador: “Como de algún tiempo a esta parte, la cocina francesa ha invadido nuestros comedores, y se van haciendo de uso común entre nosotros sus condimentos y su esmerada
finura en la disposición de sus platos, se han tomado varios artículos del Cocinero Real, de las obras de Beauvillers, de los excelentes tratados del célebre Careme, del Diccionario, de Mr. BURNET, que
son las obras maestras en la materia, y de otras, como la NUEVA COCINA ECONÓMICA, que por su sencillez, claridad y economía, es preferible en muchos casos”.

Pero, atención: “Para insertar en nuestra obra estos artículos, ha sido indispensable mejicanizarlos, por decirlo así, adaptándolos con las menores variaciones posibles a nuestros gustos y paladares; de modo que aún los más apegados a nuestros antiguos usos, no se desdeñen en la mesa de hacer honor a los platos dispuestos según las reglas de los maestros consumados de la Francia”.
México, pues, se hallaba “a la page”: formaba parte del cortejo universal de admiradores y súbditos de la cocina francesa. Apenas unos años después de la publicación en París del Almanach des Gourmands,
de ese precursor de la culinaria moderna que fue Grimod de la Reynieri,Alexandre Balthazard —Laurent— Grimod de la Reyniére, Escudero, Abogado del Parlamento, Miembro de la Academia de los Arcades de Roma, Asociado libre del Museo de París y Redactor de la parte Dramática del Diario de Neuchatel .
como lo detallaban sus invitaciones a cenar, con la súplica de que sus huéspedes no llevaran perro ni valet, pues serían servidos por criados ADHOC; Grimod de la Reyniere, inventor de 154 modos de acomodar los huevos y, sobre todo.
De su “Manual de los Anfitriones, que contiene un tratado de la disección de las carnes a la mesa, la nomenclatura de las minutas más nuevas para cada estación, y elementos de cortesía gastronómica”, con estampas, en México aparecía el “Novísimo Arte de Cocina” que he mencionado arriba.
La autoridad de Antoine Careme fue acatada en las aristocráticas mesas mexicanas. Los editores se dieron prisa en traducir y en ilustrar la famosa Fisiología del Gusto de Brillat-Savarin
A pocos años de la muerte en 1826 del septuagenario Antelmo Brillat-Savarin, ya aparecía en México su famoso libro, traducido del francés por Eufemio Romero, con algunas de las ilustraciones hechas para su primera edición por Bertall, precedido de una noticia biográfica por Alfredo Karr —famoso gastrónomo, comensal del glotón, exigente Eugenio Sue— y con grabados en madera intercalados en el texto, por Midderigh, en la imprenta de Juan N. Navarro, editor, calle de Chiquis (que es ahora de la Academia) número
6, año de 1852.
Capitulo 4
La Cuisine Francaise
¿Cual es la prosapia: la hoja de servicios, el merecimiento de esta “cuisine francaise ‘ tan ensalzada con s y con z que se erige en la dictadora universal de la gastronomía; y que, por lo que hace a nuestro tema, arraiga en México y en el siglo xix un prestigio que evidencian.
Los Nuevos Libros de Cocina que aquí la propagan; y que ostentan hasta la fecha las minutas de los banquetes oficiales?
Creo que vale la pena que exploremos un poco su árbol genealógico a partir del Renacimiento, que libera a la gula de la pobreza y de las mortificaciones monásticas de la Edad Media y lanza a los viajeros al descubrimiento de nuevos estímulos gustativos y de “satisfactores”, corno dicen tan feo los economistas.
Son allá los reyes, como aquí Moteuhczoma, quienes se dan la mejor vida; quienes disponen de cocineros-médicos que guisen para ellos, que creen las novedades o que incorporen los ingredientes que vayan descubriéndose.
Taillevent, cocinero de Carlos VII y autor de un “Viandier” cuya primera edición es de 1490, varía el potaje de arroz con la creación de muchas sopas, algunas de las cuales subsisten: la de cebolla, la de habas, la de pescado; y otras, como la de mostaza, han desaparecido.
En tiempo de Carlos VIII (1470-1498), Francia prueba con gusto los quesos italianos, y el melón hace entrada entre las frutas favoritas.
Los cocineros reales aguzan su imaginación: Gautier d’Audernach, médico-cocinero de Francisco I (primer monarca en atreverse a comer guajolote) inventa, en diez años, 60 modos de acomodar los huevos (virtuosismo que Caréme superaría siglos más tarde al extender hasta el número de 154 las artísticas formas de acomodar los huevos) ; 9 ragouts, 31 salsas y 21 potajes. En tiempo de este rey, tan voraz como su vencedor Carlos V.
Aparecen en Francia los “bisques” (sopas de crema), las sopas de pastas italianas y las cebollas rellenas.
El siglo XVI verá acelerar y enriquecerse el proceso de una gula que favorecen las aportaciones del Nuevo Mundo.
Pero también el intercambio local entre los países del viejo intercambio encarnado en los matrimonios italo-franceses o, más tarde, hispano-Franceses.
A la mesa del Duque de Orleáns, después Enrique II: mesa a que se servían las espinacas recientemente importadas de Asia por los holandeses, Catalina de Médicis traerá muchas suntuosas novedades, preparadas por los cocineros italianos que lleva consigo: los helados, entre otras
Impone el gusto por los platos fríos, por los postres —y por los licores espirituosos. Construye las Tullerías, da en ellas fiestas “a la italiana” (“a lo italiano, curiosa; a lo español, opulenta”) con lujo florentino. (De paso: en las minutas, lo “florentino” anuncia espinacas) .
Otras dos reinas: éstas españolas (Ana y María Teresa de Austria) hacen a la cocina francesa aportaciones que mencionamos en otro lugar con referencia al chocolate.
Digamos aquí que fue en el banquete de bodas del voracísimo, aunque no particularmente refinado, Luis
XIV con María Teresa, donde los franceses probaron por primera vez la llamada salsa española; y que a la mesa del Rey Sol, quien se despachaba con testigos de vista comidas de ocho servicios, de veinte a
treinta platos cada uno y huevos duros a mordidas como entreacto.
Aparecieron novedades tales como los chícharos y su consecuencia el potage St. Germain; el café (de que hablamos en otra parte), el chocolate de que abusaba su esposa, el té llevado por los siameses: las costillas empapeladas que creó para él la Maintenon (su costilla extra) y los numerosos platillos creados para el goloso Cardenal
Mazarino. Consagremos un segundo de silencio a la memoria de un Vatel a quien la tardanza de un pescado, la falla en un banquete, impulsó al honorable hara-kiri con el cuchillo de su cocina, el por ello memorable día 23 de abril de 1671.
Más refinado fue el Regente Felipe, Duque de Orleáns. Mientras Luis XV alcanzaba edad de reinar, el Regente, que había heredado de su abuelo Luis XIII la afición por la cocina, la ejercía en batería de plata maciza, instituyó las meriendas y fue el primero en aprovechar onerosamente los jugos de las carnes para salsas delgadas y sustanciosas.
Durante el reinado de Luis XV aparecen a su mesa contribuciones gastronómicas tan valiosas como la piña, las fresas (que toman su nombre del Frezier que las lleva de Chile).
Luego marqués Béchamel, crea esa salsa base que nuestras abuelas conocen simplemente por “salsa blanca”. Es la era de las cremas, los mousses:
Las crepas del Cardenal de Bernis, y el Baba, cuya invención atribuye Caréme.
Al rey Estanislao Leczinsky, rey de Polonia, Gran Duque de Lorena y de Bar.
En 1765, Boulanger funda el primer Restaurant, cuya diferencia con los cabarets o sitios públicos anteriores de comer y beber, está en que los restaurantes ofrecen una Carta o Minuta.
En tanto que en los cabarets se guisaba lo que llevaran los clientes, o un único platillo que fuera la especialidad del lugar.
Aunque introducida en Europa por Hawkins desde 1565, la papa no arraiga en la alimentación francesa sino hasta el reinado de Luis XVI; pero entonces, con fuerza, gracias a la tenacidad persuasiva de
Parmentier.
El pastel para los aristócratas, sino el pan para el pueblo.
Ya sabemos lo caro que le costó a quien osó pronunciarla la frase célebre:
“Si no hay pan, que coman pasteles”.
Apenas si puede acreditarse a esa época el Chateaubriand (corazón de filete dentro de filete: al horno; se come lo de adentro y se tira lo de afuera) . Napoleón, el pobre, es negado para la gula; y el “pollo a la Marengo”.
creación casual de su cocinero sorprendido sin mayores recursos en
plena campaña.
Como políticos gastrónomos, únicamente Talleyrand conoce el valor persuasivo de una buena mesa para concluir tratados mediante el buen trato.
Pero a rescatar el prestigio de la cocina francesa el Arte, aparecerán del siglo XVIII al xix Grimond de la Reyniére con sus Almanaques, Brillat-Savarin con sus meditaciones —y Marie-Antoine Caréme, el gran Caréme, como será en lo sucesivo llamado, acatado, obedecido, este creador del vol-au-vent, este legislador de las buenas maneras y el gran servicio.
¿Quién advierte que el vol-au-vent no es más que la aplicación a pequeñas empanadas redondas y con tapa removible, de aquel hojaldre que los árabes introdujeron en España, y Ana de Austria llevó a Francia? Nadie apenas.
La “pate feuilletée” ha olvidado su origen y se ha nacionalizado francesa.
Cuando Beauvilliers abrió en 1782 su restaurant este Beauvilliers a quien tan cumplidamente elogia Brillat-Savarin, y algunas de cuyas recetas, tomadas de los dos volúmenes de su “El Arte del Cocinero”, publicado en 1814 avalan el Nuevo Cocinero Mexicano en 1883 que he citado arriba—, con su atención personal a cada cliente nacía otra tradición francesa, que desde entonces seguirán en París y en México los grandes restauranteros: conocer a fondo a su clientela epatarla o hacerla comer lo que ellos quieren y hacerla
creer que eso querían comer,- y que les encanta, y que lo aprecian.
En la pequeña historia local de nuestra gastronomía restaurantera, puedo invocar unos cuantos ejemplos de esta política que explica los éxitos sucesivos de Sylvain a fines del siglo pasado y principios de éste: la
gran época post-revolucionaria de Manolo del Valle —y en la actualidad, el predominio de Dalmau Costa y de César Balsa.
Casi en nuestros días, el más ilustre sucesor de los grandes cocineros franceses nacido en 1846, pero cuya longevidad lo preserva hasta 1935, es George Escoffier, cuya carrera sin embargo, comenzada a los doce años, conquista en Londres su prestigio cuando allá va a atender la cocina del Hotel Savoy, inaugurado en 1890.
Es ahí donde en honor de aquella famosa cantante, crea el postre hoy tan popular del “Peach Melba” en 1893. Transferido al Carlton, ahí permanece veintitrés años desde 1899; y entre otras hazañas culinarias, acostumbra a los londinenses a pedir la creación que bautiza con el nombre de “ninfas a la rosa” mientras una indiscreta señora no descubre que se trata de ancas de rana disimuladas con una salsa picante. Declarado por el Kaiser “emperador de los cocineros”, Escoffier recibe
en 1920 la Legión de Honor, de que asciende a oficial en 1928 y muere en Monte Carlo en 1935 dejándonos tres libros principales: Le Carnet d’Epicure, 1911; Le livre des Menus, 1912; y Ma Cuisine, 1934.
Sociedades “Escoffier” y “Cordon Bleus” más o menos autorizadas surgen en honor de su nombre en muchos países.
Capitulo 5
Vive la France

Restaurantes y hoteles fueron desde el principio actividad a que los franceses se dedicaron con éxito y pericia en el México del XIX El afrancesamiento de las costumbres —que también cundió contemporáneamente en España para irritación de los puristas— consistió sobre todo en elevar el nivel de la elegancia en torno de la mesa del restaurant.
Una minuta redactada en francés confería una clara superioridad a quien pudiera descifrarla, y le extendía una patente de aristocracia, distinción y mundanidad. ¿Quién iba a pedir un caldo con verduras y menudencias como el que sorbía y soplaba en su casa, si en la minuta del restaurant podía señalar el renglón que anunciaba lo mismo, pero con el nombre elegante de “petite marmite” ? ¿Quién un cocido si había “pot au feu” ?
Los franceses poseían el secreto de bautizar con nombres crípticos y desorientadores los muy variados platillos que listaban en sus restaurantes
Muchas impresionantes maneras, a lo que sólo la disección o el paladeo revelaran que no era más que carne, o huevo, o pescado, o pollo, debajo de unas salsas espesas y bien ligadas, ya oscuras, ya blancas, que también recibían nombres especiales: Mornay, béchamel, bearnaise, hollandaise…
Formas decorativas que los hacía entrar por los ojos hasta el bolsillo, con estación en el estómago.
¿Quién como los franceses para lo que se ha jerarquizado como “alta cocina” —la “alta costura” del sartén y la olla? La tortilla con patatas a la española; nuestros huevos rancheros:
¿cómo competirían en sutileza y en attrezzo con los “oeufs cocotte”, con la “omelette fines herbes” esponjosa, doblada como una quesadilla, bien sellada en los bordes gracias a una diestra manipulación de sartén con la izquierda y espátula en la derecha; pero “baveuse” por dentro?
¿Y las “crépes”? Cierto es que a primera vista se parecían mucho a las tortillas; pero como un tío rico conserva un remoto aire de familia con sus parientes pobres. Una crepa que es sólo yemas, crema y un poquito de harina mezcladas hasta el atole antes de cocerla por cucharadas en un comal importado, esa crepa sí merecía naufragar en mantequilla fundida, jugo y corteza de naranja, benedictino, los demás
pousse cafés (menos menta, ¡claro!) que usted quiera, y buen cognac para flamearla. ¿Sometería nadie a proceso tan complicado y oneroso a una burda tortilla ?
Frente a estos nuevos teules del bien comer, del “comme il faut”, los nuevos mexicas se rendirían de asombro; depondrían las macanas del taco abochornados y aterrados ante el estrépito del descorche de la champaña nuevo cañón de una nueva conquista.
Se someterían gustosos a un nuevo bautismo. Adoptarían nueva indumentaria, usos, costumbres. Se disfrazarían de “bons gourmets”, en consonancia con su eminente posición política o económica o ambas, pues suelen coincidir, convivir, confabularse.
Pero ¿hasta qué punto? Mientras la gente los mirara. En el restaurant, en el banquete, en la embajada, en la fiesta mundana. Allá, muy adentro; arraigada en lo más profundo de su tercer estómago ruminativo, aristócratas y políticos sentirían la oprimida, pero latente, apetencia de lo que al restituirse a la privada de su casa, le pedirían a su señora un buen plato de lo que ella ya estaba devorando: ¡unos
chilaquiles!
Maximiliano comió mole, pero le hizo daño; probó el pulque cuando no hacerlo le pareció descortés. “¿Ha comido usted nunca tan mal como ‘` en mi casa ?”, me dijo una vez el Emperador Maximiliano.
El era extraordinariamente sobrio, apenas tocaba los distintos platos y sólo bebía champaña y agua”. La Condesa Paula Kollonitz nos ha confiado estas intimidades de la Corte Imperial en que ella fue dama
de honor de Carlota. Por ella sabemos que contrariamente a lo que pudiera suponerse, “las comidas de Corte eran muy sencillas. El Emperador no había traído consigo de Europa ni una sola cuchara de plata. Se encargó en París a Christofle un servicio de mesa, pero no llegó en mi tiempo.
En el palacio no se encontró nada de valor. Sólo los tenedores y cucharas eran de plata, y la vajilla y el cristal eran extremadamente simples. En vez de un rico despliegue de platería, había hermosos ramos de flores, y al menos éstos podían rivalizar en belleza con todos los que hubieran adornado la mesa de un monarca.
Aunque el Emperador trajo consigo cocineros de Europa, maestros en su arte, la mesa era pobre.”
Pero la aristocracia mexicana reforzó, feliz de verse sentada a la mesa imperial, una proclividad hacia la cocina francesa que a lo largo del porfirismo se afirmaría cada vez más.
Y culminaría cuando en 1891 llegó a México, destinado al servicio particular del fabuloso don Ignacio de la Torre y Mier, el cocinero Sylvain Daumont. Se encargó de que los banquetes presidenciales fueran dignos de las más suntuosas cortes europeas.
Y se dio tiempo y maña para fundar la cátedra pública de elegancia, buenas maneras y gastronomía refinada en una atmósfera de terciopelos, espejos dorados, a que equivalía su Restaurant —establecido primero en el callejón del Espíritu Santo —hoy Motolinia— y en seguida en el Coliseo, allí donde hasta la fecha conserva el nombre de Sylvain el restaurant ahora español —el Centro Vasco— que prosigue el negocio, pero que ha cancelado la elegancia.
La cocina francesa del siglo XIX en México no era lo más a propósito para abatir una gordura de la que por lo demás, nadie se preocupaba. Además, las obesas damas chocolateras mexicanas tenían,
Como lo expresan los yanquis, “el diente dulce” y generalmente picado. Y con todos los lindos dulces heredados de los conventos; y los bizcochos multiplicados durante el virreinato, la atracción de los
bombones y de la patisserie franfaise fue en ellas superior a toda reflexión, a toda prudencia.
Nuestras bisabuelas ignoraron o desdeñaron la alarmante advertencia dietética que cronometra la duración de los pasteles como de un minuto en la boca, una hora en el estómago y veinte años en los glúteos. En cuanto los franceses el famoso M. Ducaud abrieron en Plateros la primera confiserie, iserie, y aparecieron por el rumbo las pastelerías, las damas se precipitaron a devorarlos y sus corsets a crujir.
A fines del siglo se fundó también por franceses El Globo, pastelería y dulcería. Hubo pasteles los domingos en el Café Colón, allá tan lejos, en el Paseo de la Reforma; en la Flor de México, esquina de Zuleta y Colegio de Niñas, donde sigue. Prosperaron dulcerías, pastelerías, corseterías y dentistas.
Pero aunque por número, prestigio y recursos predominaban los franceses, otras “colonias extranjeras” se procuraron en clubs y restaurantes menores la satisfacción gastronómica de su costumbre. Así nacieron el Casino Alemán, el Club Británico, el American Club.
La cerveza y el té hicieron su entrada en escena. Y las “casas de huéspedes” —compromiso entre el mesón y el hotel, destinadas a procurar una ilusoria familia a los muchachos españoles llegados en oleadas a
“hacer la América” detrás de un mostrador, extendieron la aceitosa prodigalidad de sus mesas a ampliarse como restaurantes o clubs: Centro Vasco, Asturiano, Gallego, Casino Español.
Aunque murió —muy joven— en 1895, las crónicas del Duque Job conservan su validez documental como fieles instantáneas de una capital golosa, afrancesada, dulcera, que cruza el siglo y llega hasta
el año en que la Revolución, 1910, desquicia sus hábitos y la dispone a un progreso que, en lo alimenticio, examinaremos adelante.
Por el Duque sabemos, sabrosamente, lo que los caballeros de su tiempo tenían por “raffiné”, chic, v’lan: el rubio cognac, el jamón de Westfalia, el paté trufado —y’ el burbujeante champán. También tomaban Médoc y Chateau Margaux.
Y paladeaban el “apéritif” en grandes, lujosas cantinas con espejos, con mesas de mármol, de que
nos queda —única superviviente de su especie— la Opera, establecida en la esquina más nueva y céntrica cuando en 1900 don Porfirio abrió por fin a todo su largo la avenida Cinco de Mayo. Con el “apéritif”,
los elegantes (cuyo Club de Banqueros era el Jockey Club, allí mero enfrente) condescendían a estimular sed y apetito con la botana mexicana de pequeñas chalupas suavemente picantes.
Escuche el lector (página 325 de la Carta de Textos) la descripción que el Duque Job
hace de lo que mira explayarse en el escaparate de un Almacén de Abarrotes de su época, por Navidad.
Capitulo 6
Agonía del siglo XIX
Los finales del siglo XlX marcan la iniciación de los restaurantes viejos más famosos de la calle que finalmente vino a unificar en el 16 de Septiembre, los varios nombres Refugio, Coliseo, Independencia en que se fragmentaba: Sylvain y Prendes. En el primero de ellos afirmaba su triunfo aristocrático la cocina francesa: en el segundo, el suyo, no menos victoriosa, la cocina española.
Sylvain Daumont llegó a México en 1891, enviado de París por don Tomás de la Torre y Mier para encargarse de la cocina de su hermano el acaudalado y ostentoso don Ignacio de la Torre y Mier.
Un año después, en 1892, se abría en la esquina del Mirador de la Alameda hoy Angela Peralta y Puente de San Francisco hoy Avenida Juárez el restaurante Prendes.
Un viajero —St Hill, que se oculta en su libro bajo el seudónimo de “A Gringo”
Se alojó en 1890 en el Hotel Gillow: pero fue a comer allí enfrente, en el que califica del “principal restaurant de la ciudad”:
La famosa Concordia, en la hoy esquina de Madero e Isabel la Católica.
Este señor toma rápida nota de la existencia y de la boga del Café Colón en el Paseo de la Reforma: ignora la del Tívoli del Elíseo sitio de famosos banquetes; declara que “México carece lamentablemente de hoteles”.
Que los mejores —Iturbide, San Carlos, Guardiola y Jardín, ofrecen poca comodidad al viajero. Sólo el Jardín, que es el más nuevo y atractivo, con un hermoso jardín al frente, tiene arriba un restaurant. El Iturbide y el San Carlos, tienen un restaurant en la planta baja, administrado aparte. Y más adelante:
“En los restaurantes la atención es mala, las mesas muy pequeñas y las sillas incómodas, y sin embargo, como en el caso de los hoteles, es cuestión de ‘tómelo o déjelo’. En aquel año encuentra varios Clubes en la ciudad.
Desde luego, el Jockey Club, alojado en el Palacio de los Azulejos; el Albion Club, fundado por ingleses en 1882, y que para ampliarse, invitó a los norteamericanos y mudó conciliadoramente su nombre por el de Anglo American Club.
El Club Alemán, dice, es universalmente popular.
Por este testimonio percibimos los primeros brotes o intentos de cosmopolitanización de los restaurantes en la ciudad.
Los clubes extranjeros satisfacen las añoranzas gastronómicas de sus miembros ingleses, alemanes, norteamericanos, españoles.
Pero la “élite” mexicana es fiel a sus devociones francesas, y no tarda en patrocinar el restaurant que Sylvain Daumont .
Se da tiempo de establecer primero en el callejón del Espíritu Santo, y luego en el número 51 de la actual Avenida del 16 de Septiembre.
Casa que había sido residencia de doña Dolores Fontecho de Riba, dama de la Emperatriz Carlota.
En la calle del Cinco de Mayo, que está compuesta por hermosos edificios modernos, esté echada a perder al verse bloqueada por el Teatro Nacional.
La intención original fue llevarla hasta la Alameda, a partir del Zócalo y paralelamente a las calles de Plateros y San Francisco.
Pero como es tan alto el valor de la propiedad en el Centro de la Ciudad, hubo que abandonar la idea”.
No por mucho tiempo. Ocho años después de la publicación de ese libro: en 1900, don Porfirio y su Ministro de Hacienda se dieron el gusto de derribar el estorbo del Teatro Nacional y llevar el 5 de Mayo
hasta la Alameda.
Para esto, y para compensar el derribo de un teatro con la elección de otro.
Hubo que demoler lo que quedaba del ruinoso Convento de Santa Isabel y de las casas ahí incrustadas.
Prendes tuvo que emigrar a la calle de la Independencia 7, al iniciarse en 1904 la construcción del actual Palacio de Bellas Artes.
A cargo de Sylvain aparte los banquetes oficiales en Palacio corrió la organización y el servicio del más fabuloso, ofrecido por don Porfirio con ocasión de las fiestas del Centenario, el 3 de julio de
1910, en el local de la Cigarrera Mexicana, calle de Bucareli, donde hoy sobreviven las casas llamadas de El Buen Tono.
Un folleto de lujo, “Recuerdo Gastronómico del Centenario, 1810-1910”, nos ha conservado el detalle de lo que el atareado Sylvain tuvo que disponer para aquel agasajo:
Independientemente de los 13,000 platos de servicio, 1,500 platones, 1,000 saleros y pimenteros y 11,900 copas de diversos tamaños.
Más 20,400 cubiertos de plata necesario para ese banquete servido por 350 camareros, 16 primeros cocineros, 24 segundos y 60 ayudantes.
“para hacer el consomé y las salsas se van a emplear tres reses y tres terneras; para la sopa, cien tortugas de mar remitidas por las pesquerías de la Isla de Lobos; 1,050 truchas salmonadas traídas de
Lerma.
Otros materiales para el banquete son: 2,000 filetes de res; 800 pollos para rissolés; 400 pavos; 10,000 huevos; 180 kilos de mantequilla; 600 latas de espárragos franceses; 90 latas de hígado de ganso; 400 latas de hongos; 300 latas de trufas; 200 latas de amaranto.
(crestas y mocos de pavo) ; 400 latas de chícharos; 60 kilos de almendras; 160 litros de crema, 380 litros de leche; 2,700 lechugas de las cuales solamente se usarán los cogollos; un furgón entero de toda
clase de legumbres y diez toneladas de hielo”.
La lista de vinos comprendía 240 cajas de Jerez fino, 275 de Pouilly, 275 de Mouton Rotschild, 50 de Carton, 450 de champaña Cordon Rouge, 256 de cognac Martell y 700 de agua mineral. Para el decorado de las mesas se utilizaron 10,000 rosas, 20,000 claveles, 3,000 gardenias y 2,000 metros de guirnaldas.
Pero para el sobrio lector moderno, el dato más asombroso lo constituirá el precio total de aquel banquete: ciento veintiséis mil pesos. Claro que “de aquéllos”.
Y ya que nos hemos asomado a este aristocrático banquete servido en las calles de Bucareli, retrocedamos hasta 1856 para evocar otro, semejantemente patriótico en la medida en que se celebró el 16 de
Septiembre; también escenificado en Bucareli, pero con la diferencia de que éste le fue servido, democráticamente, al pueblo, por el Presidente Comonfort. Leamos en Rivera Cambas su descripción:
“Al paseo de Bucareli no le han faltado días de entusiasmo y convivialidades, siendo monstruosa la habida allí el 16 de Septiembre del mismo año de 1856, al darse el banquete popular con que fué celebrado el hecho que se conmemoraba.
En la extremidad Sur del Paseo se formó, por medio de una galería de columnas, con la vela que se
usaba para las procesiones, el hermoso y vastísimo salón abierto por los lados, formando la entrada un vistoso pórtico, adornado con pabellones y gallardetes en que lucían los colores nacionales, y en el
interior del local había, de trecho en trecho, adornos formados con anchas cintas y lazos tricolores.
En el centro de aquel inmenso salón fue construida una grande mesa de más de quinientas varas de longitud, sobre la cual había un toro asado y en la que le fueron servidos al pueblo, con largueza, mole de guajolote, pavos asados, pollos, jamones, dulces y frutas y con abundancia pulque curado, cerveza, chicha
y otras bebidas alcohólicas, usáronse platos de lata y cubiertos de plaqué; en cada servilleta había listones con lemas o cuartetas alusivas a la festividad.
Los convidados eran los hijos del pueblo pobre; a medida que iban llegando se colocaban en sus respectivos asientos y fue notable que en todo el tiempo de la comida se guardara una compostura que causó admiración.
El Presidente se presentó con los ministros poco después de las cuatro de la tarde, fue recibido con nutridos aplausos, tomó cualquier asiento y oyó resignadamente los brindis, las improvisaciones que más o menos calurosas expresaban los sentimientos que rebosaban en el corazón de los concurrentes.
Llamando a Comonfort padre, hermano y amigo, le ofrecieron beber en un mismo vaso; a lo cual accedió el Presidente, que contestó con palabras corteses las frases que le habían dirigido; después repartió ramos de flores con onzas de oro a varias familias pobres, enterneciéndose tanto en aquel acto, que por sus mejillas corrieron abundantes lágrimas; al dejar el salón se le tributaron a Comonfort muestras de afecto y adhesión y así concluyó aquel día el gran banquete popular, en el cual no se pudo servir el toro que adornaba la mesa, porque estaba en descomposición.”
Muchas Gracias por leer El Libro de Salvador Novo Historia Gastronómica De La Ciudad De Mexico que es la segunda parte donde Salvador Novo nos enseña que Al llegar al siglo XIX exclama “¡Vive la France!”, con el esplendor culinario del Imperio de Maximiliano y, posteriormente, con la llegada de Sylvaine, el gran cocinero de Porfirio Díaz. Nacen los tacos de carnitas y la cochinita pibil; y entre los postres, el chilacayote será cabello de ángel; la biznaga acitrón y la calabaza, como simula una olla achatada, se llamará “calabaza en tacha” muy interesante y divertido mil gracias por estar aquí en Boutique Veggie !!
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.