Los orígenes de la cocina Mexicana
Según relatos de Salvador Novo, el escritor, cronista y poeta de la Ciudad de México, Moctezuma el gran emperador Azteca cada día era agasajado por sus cocineros con más de 300 Platillos en donde se cocinaban todo tipo de aves, perdices, palomas, pececillos de las lagunas e infinidad de verduras y frutas típicas del región. A su vez, el mercado de Tlatelolco impresionó a los conquistadores por su dimensión y variedad de productos que ahí se ofrecían.
En el comer, le tenían sus cocineros sobre treinta maneras de guisados.



Hechos a su manera y usanzas y tenían los puestos en braseros de barro chicos debajo, porque no se enfriasen, y de aquello que el gran Montezuma había de comer guisaban más de trescientos platos, si más de mil para la gente de guarda; y cuando habían de comer, salíase Montezuma algunas veces con sus principales y mayordomos y le señalaban cuál guisado era mejor.
Y de qué aves, cosas estaba guisado, y de lo que le decían, de aquello había de comer, y cuando salía a verlo, eran pocas veces como por pasatiempo
Oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad, y, como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era carne humana o de otras cosas porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres )4 Conejos, y muchas maneras de aves y cosas – que se crían en esta tierra que son tantas que no las acabaré de nombrar tan presto.
Y así no miramos en ello; olas sé que ciertamente desde que nuestro capitán le reprendía el sacrificio y comer de carne humana, que desde entonces mandó que no le guisasen tal manjar.
“Dejemos de hablar en esto y volvamos a la manera que tenia en su servicio al tiempo del comer y es de esta manera: que si hacía frío, teníanle hecha mucha lumbre de ascuas de una leña de cortezas de árboles que no hacía humo; el olor de las cortezas de que hacían aquellas ascuas era muy oloroso, y porque no le diesen más calor de lo que él quería.
Ponían delante una como tabla labrada con oro y otras figuras de ídolos, y él sentado en un asentadero bajo, rico y blando. mujeres le traían el pan de tortillas.
Y ya que encomenzaba a comer echábanle delante una como puerta de madera muy pintada de oro, porque no le viesen comer, y estaban apartadas las cuatro mujeres aparte; y allí se le ponían a sus lados cuatro grandes señores viejos y de edad.
con quien Montezuma a veces platicaba y preguntaba cosas: y por mucho favor daba a cada uno de estos viejos un plato de lo que a él más le sabía bien.
Y decían que aquellos viejos eran sus deudos muy cercanos, consejeros y jueces de pleitos, el plato o manjar que les daba Montezuma comían en pie y con mucho acato, y todo sin mirarle a la cara. Servíase con barro de Cholula, uno colorado y otro prieto.
“Mientras que comía, ni por pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que estaban en las salas, cerca de la de Montezuma”.
Traíanle fruta de todas cuantas había en la tierra, mas no comía sino muy poca de cuando en cuando.
Traían en unas como a manera de copas de oro fino con cierta bebida hecha del mismo cacao; decían que era para tener acceso con mujeres y entonces no mirábamos en ello; mas lo que yo vi que traían sobre cincuenta jarros grandes, hechos de buen cacao, con su espuma, y de aquello bebía.
Y después que el gran Montezuma había comido, luego . Comían todos los de su guarda y otros muchos de sus serviciales de casa, y me parece que sacaban sobre mil platos de aquellos manjares que dicho tengo; pues jarros de cacao con su espuma, como entre mexicanos se hace.
Pues para sus mujeres, y criadas, y panaderas, y cacahuateras, ¡que gran costo tendría! Dejemos de hablar de la costa y comida de su casa, y digamos de los mayordomos, tesoreros, despensas y botillería, y de los que tenían cargo de las casas adonde tenían el maíz.
Digo que había tanto, que escribir cada cosa por sí, que no sé por dónde encomenzar, sino que estábamos admirados del gran concierto y abasto que en todo tenía, y más digo, que se me había olvidado, que bien tornarlo a recitar, y es que le servían a Montezuma, estando a la mesa cuando comía, como dicho tengo, otras dos mujeres muy agraciadas de traer tortillas amasadas con huevos y otras cosas sustanciosas.
Y eran muy blancas las tortillas, y traianselas en unos platos cobijados con sus paños limpios, y también le traían otra manera de pan, que son como bollos largos hechos y amasados con otra manera de cosas sustanciales, y pan pachol, que en esta tierra así se dice, que es a manera de unas obleas.
“También le ponían en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar revuelto con una hierba que se dice tabaco, y cuando acababa de comer, después que habían bailado y cantado y alzado la mesa, tomaba el humo de uno le aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se adormía”.
(BERNAL DÍAZ, HISt. Cap. XCI)
En términos muy parecidos describe Cortés en su segunda Carta de relación la comida de Moteuhczoma. También al capitán le sorprende que “al principio’ y fin de la comida y cena, siempre le daban agua manos y con la toalla que una vez se limpiaba nunca se limpiaba más, ni tampoco los platos y escudillas en que le traían una vez el manjar se los tornaban a traer, sino siempre nuevos, y así hacían de los braserillos”.
Tanto Cortés como Bernal, a sus numerosas ignorancias sumaban una que parece natural: la de la educación austera que Moteuhczoma, como todos los señores de Anáhuac, había recibido en el Calmecac.
o sabían que entre las normas impartidas a los jóvenes en los Hueh etlatolli o pláticas de los viejos, figuraban, por ejemplo, éstas:
“Lo octavo que quiero que notes, hijo mío, es la manera que has de tener en el comer y en el beber: seas avisado, hijo, que no comas demasiado a la mañana y a la noche; sé templado en la comida y en la cena, y si trabajares, conviene que almuerces antes que comiences el trabajo”.
“La honestidad que debes tener en el comer es ésta: cuando comieres, no comas muy aprisa, no comas con demasiada desenvoltura, ni des grandes bocados en el pan, ni metas mucha vianda junta en la boca, porque no te añuzgues, ni tragues lo que comes como perro; comerás con sosiego y con reposo.
Y beberás con templanza cuando bebieres; no despedaces el pan, ni arrebates lo que está en el plato; sea sosegado tu comer, porque no des ocasión de reír a los que están presentes. Si te añuzgares con el manjar e hicieres alguna cosa deshonesta, para que se burlen de ti los que comen contigo, adrede te darán cosas sabrosas por tener qué reír contigo, porque eres glotón y tragón”.
“Al principio de la comida lavarte has las manos y la boca; donde te juntases con otros a comer no te sientes luego, mas antes tomarás el agua y la jícara para que se laven los otros, y echarles has agua a
manos; y después de haber comido harás lo mismo y darás agua manos a ‘todos, y después de esto, cogerás lo que se ha caído por el suelo, y barrerás el lugar de la comida, y también tú después de comer te lavarás las manos y la boca y limpiarás los dientes”.
“Mira que no te hartes de comida, sé templado, ama y ejercita la abstinencia y ayuno; los que andan flacos y se les parecen los huesos, no desean su cuerpo y sus huesos las cosas de la carne, y si alguna vez viene este deseo, de presto pasa, como una calentura de enfermedad”.
Si en vez del inesperado privilegio de mirar y compartir la mesa de Moteuhczoma los conquistadores se hubieran sentado a la de su rey Carlos V, a quien habrían visto no comer, sino devorar sin ceremonia, es a aquel monarca a quien Pedro Antonio de Alarcón reconoce como “el más comilón de los emperadores habidos y por haber”; aquel de quien Castelar nos dice que “tenía voraz apetito, parecido a un hambre continua.
Este apetito lo constreñía de suyo a comer muchísimo y este comer excesivo le causaba, si no indigestiones, desarreglos en el estómago. Agréguese a esto la configuración de sus mandíbulas y la imposibilidad absoluta de masticar bien sus alimentos diarios.
No se moderó gran cosa en la mesa después de su abdicación y retiro. Apartado del mundo para satisfacer sus propensiones individuales, interrumpidas por los públicos negocios, debía darse todo entero a la más natural y más fácil de satisfacer: a la propensión por la comida y la mesa”.
Si estos testimonios parecen poco fehacientes por tardíos, veamos el que rinde de las peculiaridades alimenticias de Carlos V, en su “Crónica del Emperador… “, su cosmógrafo mayor Alonso de Santa
Cruz (Madrid, 1920, tomo II, p. 40) :
“Su mayor fealdad era la boca, porque tenía la dentadura tan desproporcionada con la de arriba, que los dientes no se encontraban nunca, de lo cual se seguían dos daños: el uno tener el habla en gran
manera dura (sus palabras eran como belfo), y lo otro tener en el comer mucho trabajo; por no encontrarse los dientes no podía mascar lo que comía, ni bien digerir, de lo cual venía muchas veces a enfermar… En el tiempo de su comida casi no hablaba palabra y tampoco en la Sala donde estaba.
Los manjares que más le agradaban eran de venados y puercos monteses de abutardas y gruas. No era amigo de comer potajes, sino de asado y cocido, ni jamás le servían lo que hubiese de comer, sino él mismo se lo había de tomar”.

La Mesa de Cortes
“En 1538 Apenas han pasado 17 años desde la toma de la ciudad, y ya hay en ella las grandes fiestas y banquetes”
Con que se celebran las paces con Francia. Bernal Díaz las describe:
Pues quiero decir las muchas señoras, mujeres de conquistadores y otros vecinos de México, que estaban a las ventanas de la gran plaza, y de las riquezas que sobre sí tenían de carmesí sedas, damascos, oro, plata y pedrería, que era cosa riquísima; a otros corredores estaban otras damas muy ricamente ataviadas, que las servían galanes.
Pues las grandes colaciones que se daban a todas aquellas señoras, así a las de las ventanas como a las que estaban en los corredores, y les sirvieron de mazapanes, alcorzas de acitrón, almendras y confites, y
otras de mazapanes con armas del virrey, y todas doradas y plateadas, y entre algunas iban con mucho oro.
Sin otra manera de conservas; pues frutas de la tierra no las escribo aquí porque es cosa espaciosa para
acabarla de relatar; y de más de esto, vinos los mejores que se pudieron haber; pues aloja y elarca y cacao con su espuma, y suplicaciones, y todo servido con ricas vajillas de oro y plata, y duró este servicio desde una hora después de vísperas y después otras dos horas la noche los departió, que cada uno se fue a su casa.
“Dejemos de contar estas colaciones y las invenciones y fiestas pasadas y diré de dos solemnísimós banquetes que se hicieron.
El uno hizo el marqués en sus palacios, y otro hizo el virrey en los suyos y casas reales, y estos fueron cenas.
Y la primera hizo el marqués, y cenó en ella el virrey con todos los caballeros y conquistadores de quien se
tenía cuenta con ellos, y con todas las señoras, mujeres de los caballeros y conquistadores, y de otras damas, y se hizo muy solemnísimamente.
Y no quiero poner aquí por memoria de todos los servicios que se dieron, porque será gran relación; basta que diga que se hizo muy copiosamente. Y la otra cena que hizo el virrey la cual fiesta hizo en los corredores de las casas reales, hechos unos como vergeles y jardines entretejidos por arriba de muchos árboles con sus frutas, al parecer, que nacían de ellos; encima de los árboles muchos pajaritos.
De cuantos se pudieron haber en la tierra, y tenían hecha la fuente de Chapultepec, y tan al natural como ella es, con unos manaderos chicos de agua que reventaban por algunas partes de la misma fuente, y allí cabe ella estaba un gran tigre atado con unas cadenas, y a otra parte de la fuente estaba un bulto de hombre de gran cuerpo vestido como arriero con dos cueros de vino, cabe los que se durmió de cansado, y otros bultos de cuatro indios que le desataban el un cuero y se emborrachaban, y parecía que estaban bebiendo y haciendo gestos, y estaba hecho todo tan al natural, que venían muchas personas de todas jaeces con sus mujeres a verlo.
“Pues ya puestas las mesas, había dos cabeceras muy largas, y en cada una su cabecera: en la una estaba el marqués y en la otra el virrey, y para cada cabecera sus maestresalas y pajes y grandes servicios con mucho concierto.
Quiero decir lo que se sirvió.
Aunque no vaya aquí escrito por entero, diré lo que se me acordase, porque yo fui uno de los que cenaron en aquellas grandes fiestas.
Al principio fueron unas ensaladas hechas de dos o tres maneras, y luego cabritos y perniles de tocino asado a la ginovisca.
Tras esto pasteles de codornices y palomas, y luego gallos de papada y gallinas rellenas; luego manjar
blanco; tras esto pepitoria; luego torta real; luego, pollos y perdices de la tierra y codornices en escabeche, y luego alzan aquellos manteles dos veces y quedan otros limpios con sus pañizuelos.
Empanadas de todo género de aves y de caza; éstas no se comieron, ni aun de muchas cosas del servicio pasado; luego sirven de otras empanadas de pescado.
Tampoco se comió cosa de ello; luego traen carnero cocido, y vaca y perco, y nabos y coles, y garbanzos; tampoco se comió cosa: ninguna; y entre medio de estos manjares ponen en las mesas frutas diferenciadas para tomar gusto, y luego traen gallinas de la tierra cocidas enteras, con picos y pies plateados.
Tras esto anadones y ansarones enteros con los picos dorados, y luego cabezas de puercos y de venados y de terneras enteras, por grandeza, y con ellos grandes músicas de cantares a cada cabecera, y la trompetería y géneros de instrumentos, arpas, vihuelas, flautas, dulzainas, chirimías, en especial cuando los maestresalas servían las tazas que traían a las señoras que allí estaban y cenaron, que fueron muchas más que no fueron a la cena del marqués.
Y muchas copas doradas, unas con aloja, otras con vino y otras con agua, otras con cacao y con clarete; y tras esto sirvieron a otras señoras más insignes empanadas muy grandes, y en algunas de ellas venían dos conejos vivos, y en otras conejos vivos chicos, y otras llenas de codornices y palomas y otros pajaritos vivos: y
cuando se las pusieron fue en una sazón y a un tiempo; y después les quitaron los cobertores, los conejos se fueron huyendo sobre las mesas y las codornices y pájaros volaron. Aún no he dicho del servicio de aceitunas y rábanos y queso y cardos, y fruta de la tierra; no hay que decir sino que toda la mesa estaba llena de servicio de ello.
Entre estas cosas había truhanes y decidores que decían en loor de Cortés y del virrey cosas muy de reir.
Y aún no he dicho las fuentes del vino blanco, hecho de indios, y tinto que ponían. Pues había en los patios
otros servicios para gentes y mozos de espuelas y criados de todos los caballeros que cenaban arriba en aquel banquete, que pasaron de trescientos y más de doscientas señoras. Pues aún se me olvidaba los novillos asados enteros llenos de dentro de pollos y gallinas y codornices y palomas y tocino.
Esto fue en el patio abajo entre los mozos de espuelas y mulatos y indios. Y digo que duró este banquete desde que anocheció hasta dos horas después de medianoche, que las señoras daban voces que no podían estar más a las mesas, y otras se congojaban, y por fuerza alzaron los manteles, que otras cosas había que servir.
Y todo esto se sirvió con oro y plata y grandes vajillas muy ricas.
“Una cosa vi: que con estar cada sala llena de españoles que no eran convidados, y eran tantos que no cabían en los corredores, que vinieron a ver la cena y banquete, y no faltó en toda aquella cena del
virrey plata ninguna, y en la del marqués faltaron más de cien marcos de plata; y la causa que no faltó en la del virrey fue porque el mayordomo mayor, que se decía Agustín Guerrero, mandó a los caciques mexicanos que para cada pieza pusiesen un indio de guarda, y aunque se enviaban a todas las casas de México muchos platos y escudillas con manjar blanco y pasteles y empanadas y otras cosas de arte, iba con cada pieza de plata un indio y lo traía; lo que faltó fue saleros de plata, muchos manteles y pañizuelos y cuchillos y esto el mismo Agustín Guerrero me lo dijo otro día; y también contaba el marqués por grandeza que le faltaba sobre cien marcos de plata”.
(BERNAL DÍAZ, Hirt., cap. CCL)
La Plaza de Mexico 1777
“Aquí en esta plaza se ven los montes de frutas en que todo el año abunda esta ciudad y cuyo número pasa de noventa como se verá en la `Memoria’ que adjuntaré a esta narración, del mismo modo se ven y registran los montes de hortalizas, de manera que ni en los mismos campos se advierte tanta abundancia como se ve junta en. este teatro de maravillas”.
Está en forma de calles que las figuran muchos tejados o barracas, bajo de los que hay innumerables puestos de tiendas, de legumbres y semillas, de azúcares y panochas, chancaca de carnes salpresas o acecinadas, ya de cabro, ya de toro. Asimismo, pescados salados de todo género y pescado blanco que traen de las lagunas circunvecinas, que aunque pequeños (pues el mayor no pasa de una tercia) da abasto a todo el numeroso concurso de la ciudad.
Véndense también otras castas de pescados que traen de las mismas lagunas, como es el juile y el meztlapique, que este último, aunque muy pequeño (pues es del tamaño de la anchoa que hay en la Europa) es muy delicioso y lo comen los hijos de la tierra asado y envuelto en unas hojas de maíz.
Abundan, y se gastan igualmente en los días de vigilia, las ranas y ajolotes que es una especie de pescado que tiene manos y pies y la cara es semejante a la del tiburón. Tampoco escasean los bobos y pámpanos, sargos y borriquetes, curvinas y robalos, mojarras y truchas, que aunque no se dan en el país, las traen de los ríos inmediatos y los de los puertos circunvecinos, unas salpresas y otras escabechadas.
Abunda también en ánades, patos, apipiscas, sarapicos y chichicuilotes, de manera que se gastan en México cada día de este género de aves, de seis a siete mil, sin meter en esta cuenta las agachonas, codornices, tórtolas y tanta variedad de pájaros que venden los indios a docenas, pues en el Puente de Palacio es una maravilla ver una calle entera de aves y animales, así vivos como muertos: conejos, liebres, venados y cabritos, sin que se verifique que se llegue a heder esta carne, pues para todo tiene México y muchas veces no alcanza para su abasto.
El número de gallinas, pavos y pichones es tan imponderable que estoy por decir que excede al número de las demás aves.
“Asimismo en toda la circunferencia de la Plaza, hay puestos de pan de todas calidades, a más de los innumerables puestos y cajones que repartidos en toda la ciudad están en las plazuelas y calles, de
cuyo abasto se dará razón en su lugar, sin el pambazo y semitas que gastan los más necesitados, que, de esto hay una calle entera formada de canastos.
También hay otra calle donde están las tamaleras que venden sus tamales, que son compuestos de maíz cocido y molido, con sal y manteca, y algunos rellenos de carne de cerdo y pimiento molido, otros de dulce, otros de camarón y pescado, y estas mismas venden el atole que es una especie de maíz molido y colado y hecho al modo de la poleada, que queda más blanco que la almendra molida y es el regular desayuno de la gente pobre y desvalida. Hay asimismo una calle de cocineras, que éstas preparan distintas viandas para el almuerzo de multitud de gente que en esta Plaza trafica.
Hay otra calle en donde con propiedad se puede decir que corre leche y miel, pues no se ve otra cosa que quesos, así frescos como frescales y añejos, así de leche de cabra como de vaca, acompañando a esta vendimia infinitas mantequillas”.
Este puntual observador, entusiasta, minucioso cronista —jesuita, por supuesto— es el primero en allegar datos propiamente estadísticos que hoy nos dan una idea muy clara del comercio de comestibles en el México de 1776:
“Son los abastos de la Ciudad tan excesivos y crecidos, que apenas habrá quién pueda creerlo, pues en ellos se percibe el infinito número de gente que encierra que, hasta el día, no ha habido quien haga un
cómputo verdadero ni prudencial de ese número y de familias e individuos, pero por la cuenta que yo formar espero persuadiré aún a los más contrarios del número prudencial de que se compone su vecindario.
“Gástanse diariamente en esta Ciudad, de 750 a 800 cargas de pulque que al año importan más de 300 mil pesos siendo este el vino de la tierra que usa comúnmente la indiería, mucha de la gente de razón y aún personas de más excepción, pues apenas hay casa de gente americana y mucha europea, que no use en los almuerzos la referida bebida.
Y esto es, sin contar la multitud de vinos y aguardientes que se gastan con casi tanta abundancia como en Europa pues no hay calle en toda la Ciudad y hasta en los más retirados arrabales, donde no haya tres o cuatro tabernas de los referidos licores y asimismo de los vinos del Portal. Es necesaria toda la vigilancia de los Jueces para que dichas tabernas o vinaterías se cierren a las nueve de la noche, castigando seriamente con multa pecuniaria y cárcel a los que contraríen a tan prudente y discreta disposición.
Pero aún con este celo y cuidado, no se pueden remediar las muchas tepacherías que se venden ocultamente en varios jonucos, que sólo saben de ellos los mismos marchantes y, a más de los referidos, apenas hay fonda, figón o almuercería donde no se vendan de estos licores y pulques, compuestos de piña, guayaba, tuna y almendra.
Se gastan de ellos ordinariamente, en figones y fondas, una suma considerable pues de noche por lo regular, se terminan los paseos en unas grandes cenas, teniendo para esto, en las fondas, piezas bastantemente decentes y aderezadas para este fin, sirviéndose en muchas de ellas, según la calidad de personas que
concurren, las viandas con cubiertos de plata.
“Asimismo hay en la Ciudad muchísimas neverías (que éstas dependen del asentista de este género que está estancado por Su Majestad) en donde concurren infinita gente a tomar fresco en diversidad de helados, siendo tanta la concurrencia que de noche suele haber en tales tiendas o estanquillos, que está la calle llena de coches con madamas que van a refrescarse ya que, por su decencia y carácter, no se atreven a incorporarse con las muchas gentes que en las galerías de estos estancos, regularmente concurren. Este asiento lo tiene rematado Su Majestad en 14 mil y 200 pesos cada año”.
Finalmente, he aquí su descripción de la gula mexicana —vuelta filigrana y artesanía en los días de Difuntos y de Navidad:
“Y por no dejar de dar alguna noticia de gastos extraordinarios y superfluos que en muchos días del año, por inveterada costumbre se hacen en México, diré brevemente lo que acontece el día de Finados, primero y segundo de noviembre. En este día, según el más prudente cálculo, pasa de 5 mil pesos el gasto de azúcares que se convierten en alfeñique, de cuya materia forman de una corpulencia extraordinaria aves, peces, sirenas, corderos, flores, jarras, camas, féretros, mitras, madamas y caballeros, dorados y enlistonados, que cada figura suele tener de costo cuatro y seis pesos y hay fuentes imitando alguna de las de la Ciudad, formada de pasta de almendra y caramelo, que suben a más crecido precio”.
De este modo todos los portales, especialmente el de Mercaderes, se llenan en estos días de todos estos primores y curiosidades, que se regalan las señoras unas a otras la ofrenda, con el título de que no se las lleven los muertos, y, a más de esta especie de regalo, añaden diversidad de masas, conservas, aves, corderos y botellas de vino. Muchas llevan la ofrenda hecha de plata maciza, con las tumbas del propio metal y una figurilla de un muerto.
Asimismo juntan frutas regaladísimas que en este tiempo abundan como son chirimollas, guacamotes, granaditas de China, sandías y otras cosas, de manera que no se encuentra en la calle en estos días más que lacayos cargados de semejantes regalos. No hay esquina que en semejante día no se vean las mesas llenas de juguetería de alcorza que compra aún el más pobre para sus hijos.
“Lo mismo sucede en los días de Pascua de Navidad con la diferencia que en esta fecha es centuplicado el gasto de los azúcares, pues a más de las tiendas de confitería que hay en esta Ciudad, que son muchas, en la circunferencia de la Plaza Mayor, se forman tiendas particularmente curiosas, muchas de ellas con especiales pinturas, candiles y cornucopias, colgadas al aire innumerables frutas cubiertas, de todas cuantas se dan en el país, .así mismo los cajones hasta el bote de almendra cubierta, nevada y perlingue, turrón de Alicante, de almendra y nuez, avellana y nuez cubierta, pasta de dulce de todo género, nueces grandes y chicas, cocos de aceite, piñón en cáscara, cacahuate (que es una fruta particular de la América y tostado en horno es más
delicioso que la almendra), tortas de higo pasado, plátano pasado así humilde como azucarado; perones, limas, naranjas de china, cocos de agua y otro crecido número de frutas secas, que cada tienda o puesto
es un delicioso vergel.
“Esto es lo que está en la circunferencia de la Plaza; pero lo que se deposita en su centro es inexplicable, pues cada puesto es una Primavera, cada uno es (como suena en la realidad) un monte de diversas frutas que cubren a los que las venden.
Pero en estos días lo que más resalta y sobresale son las tiendas de confiterías que apenas hay calle donde no haya una haciéndose competencia con otras, entapizadas de riquísimos damascos, adornadas de láminas con marcos de plata, pantallas de lo mismo y diversos candiles iluminados, colgados de la techumbre, infinidad de frutas cubiertas y de globos de más de cuatro arrobas de azúcar candi.
Asimismo ponen nichos de cristales con curiosísimos nacimientos de marfil y algunos de cera, hechos de
la mano del nunca bastante ponderado artífice D. José de Borja, natural de la Puebla de los Angeles cuyas obras han merecido elogios en toda la Italia y Roma, y algunas se han colocado en los Gabinetes de los Príncipes y de Ntro. Católico Monarca.
“A más de todo lo referido se encuentran en calles no sólo en hombros de lacayos y cargadores sino en mulas, las ollas de conservas, los cajoncillos de dulces cerrados, las codornices, pavos y gallinas, venados y cabritos, terneras acecinadas, de modo que en estos días apenas se puede andar por las calles por el crecidísimo número de terneras y becerros vivos que llevan los indios de regalía a las casas particulares siendo la algazara de las calles, increíble, por el crecido número de muchachos que siguen a los becerros gritando y silbando, que la ciudad vierte en estos días su alegría y regocijo”.
(JUAN DE VIERA, Crónica — México, 1953.)
Las Tortas (Mexicanas) de Armando
“Pues bien, para mí —para mí y para muchos, para una infinidad—, ese callejón no era sino la tortería de Armando. `Las tortas del Espíritu Santo’, se les decía a las que con tanta habilidad y sabrosura confeccionaba Armando Martínez; después se les dijo, ya que tuvieron fama, solo ‘tortas de Armando’.
En un zaguán viejo y achaparrado estaba instalada la’ tiendecilla; no ocupaba todo el zaguán, no, sino que éste, con un tabique de madera sin alisar, hallábase dividido a la mitad: una se destinaba al pequeño establecimiento, la otra era la entrada al antiguo casón, que se cerraba con una recia puerta con clavos cabezones.
El caserón a que aludo, ya reconstruido, hoy ostenta el número 38
“Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, per el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. Partía a lo largo un pan francés —telera, le decimos—, y a las dos partes le quitaba la miga; clavaba los dedos en el extremo de una de las tapas y con rapidez los movía, encogidos, a todo lo largo, y la miga se le iba subiendo sobre las dobladas falanges hasta que salía toda ella por la otra punta.
Luego ejecutaba la misma operación en el segundo trozo; después, en la parte principal, extendía un lecho
de fresca lechuga, picada menudamente; en seguida ponía rebanadas de lomo, o de queso de puerco, según lo pidiera el consumidor, o de jamón, o sardinas, o bien de milanesa o de pollo, y sólo con estas dos
últimas especies hacía un menudo picadillo con un tranchete filosísimo con el que parecía que se iba a llevar los dedos de la mano, con la punta de los cuales iba empujando a toda prisa bajo el filo los trozos de carne, en tanto que con la otra movía el cuchillo para desmenuzarla, con una velocidad increíble.
“Con ese mismo cuchillo le sacaba tajadas a un aguacate, todas ellas del mismo grueso. Para esto se ponía la fruta en el hueco de la mano y con decisión le metía el cuchillo por una punta y al llegar al lado contrario lo inclinaba, con lo que el untuoso pedazo quedábase detenido en la ancha hoja, y luego hacía el movimiento contrario sobre el pan y las iba tendiendo sobre él con una inigualada maestría, hasta no cubrir las porciones de pollo, milanesa o lo que fuere, y enseguida las tapaba con rajas de queso fresco de vaca, en el que andaba el tal cuchillo con un movimiento increíble de tan acelerado, que casi se perdía de vista.
Esparcía pedacillos o bien de longaniza, o bien de oloroso chorizo, y entre ellos distribuía otros trocitos de chile chipode; mojaba la tapa en el picante caldo en el cual se habían encurtido esos chiles y con un solo embarrón la dejaba bien untada con frijoles refritos y la ponía encima de aquel enciclopédico y estupendo
promdntorio, al que antes le esparció un menudo espolvoreo de sal; como final del manipuleo le daba un apretón para amalgamar sus variados componentes, y con una larga sonrisa ofrecía la torta al cliente,
quien empezaba por comer todo lo que rebasó de sus bordes al ser comprimida por aquella mano suficiente.
“También preparaba tostadas, que aderezaba igualmente con singular prontitud y esmero y que eran de precio inferior a las tortas magníficas. Estaba con Armando tras del minúsculo mostrador una viejecilla alta ella, enlutada y silenciosa, que ocupábase solamente en servir la riquísima chicha, y cuando no andaba en esta tarea insignificante, tenía las manos cruzadas sobre el vientre, viendo como en perpetuo arrobo la calle. ‘Juanita, una chicha’, decía Armando de tiempo en tiempo, con voz tiplisonante, y en el acto la callada mujer servía el líquido amarillento y frío en un alto vaso de vidrio, y después de esta operación tornaba a poner sus miradas vagas en la calle”.
“Cuando Armando estaba entregado a su tarea con gracia y experta destreza, nadie osaba proferir ni una sola palabra, o, si acaso se hablaba, era en voz baja, sin quitar los ojos ávidos de los acelerados
y magistrales movimientos del cuchillo.
Apenas se concluía la elaboración complicada de una torta, cuando ya andaba preparando otra
con ligereza, después otra ,otra más, y todas ellas con esmero y prontitud indecibles. Y así el pedir y el complacer era interminable.”
(VALLE-ARIZPE: Calle Vieja y Calle Nueva, México, 1949.)
Don Luis González Obregón (1865-1938) recibió de su maestro Ignacio M. Altamirano inspiración para consagrarse a la Historia. Fue Cronista de la Ciudad de México y su más diligente
y amoroso historiador.
El Vino en Mexico
Por lo demás un país que tiene, como lo tiene México, todos los climas y que posee toda clase de tierras, se comprende de suyo que puede asimismo producir todos los frutos que da la naturaleza, y si ..hasta ahora faltan casi por completo muchos de los productos que prosperan especialmente bien en la zona templada, como por ejemplo aceite y vino, tal situación no tiene por causa sino la tiranía colonial !de los españoles, que prohibía a los mexicanos el cultivo de la vid, del !olivo y de otras generosas plantas para no menoscabar el monopolio ejercido por la madre patria.
Al presente se han plantado ya aquí muchísimos olivos, y uno se lisonjea con la esperanza de que en el futuro
todo el aceite que se necesita se producirá en el propio país. Por lo general, la cultura europea se va extendiendo constantemente más y mas, en rápida marcha a través del país.
De cuando en cuando se asegura su influjo de un modo graciosísimo, así en las clases de arriba
Como en las de abajo, y uno no puede en efecto contener a veces la risa a causa de la vanidad de las criadas, las cuales discurren por aquí y por allá por las calles de México, con sus largas y morenas piernas sin medias, ¡y los pies calzados con blancos zapatos de raso! Zapatos de baile que se envían desde Francia para venderlos aquí.
Sin embargo, en otros aspectos, las costumbres de los extranjeros ejercen por regla general un influjo conveniente. Tal es el caso en lo relativo a la seguridad y comodidad en los viajes, como te he contado ya en mis anteriores cartas. Asimismo resulta evidente este influjo, especialmente en relación con las costumbres y régimen de la mesa.
A consecuencia de los muchos extranjeros ya no es extraordinario ver incluso que le preparen las comidas totalmente al estilo europeo, por donde la prosperidad de muchas de las instalaciones fundadas aquí por extranjeros se facilita muchísimo.
Así, por ejemplo, entre un norteamericano un inglés han establecido cerca de la capital un rancho que envía a
a ciudad, para la venta, una exquisita y excelente mantequilla, en tanto que la que se elabora aquí resulta de pésimo sabor.
Respecto a la viticultura, de la que te hice mención líneas arriba, que puede sin duda prosperar muy bien en muchas de las regiones de la República, se ha llevado a cabo, que yo sepa, un solo ensayo en California; es decir, bien lejos en verdad de aquí, a los 35° de latitud.
Un renano, cuyo nombre es Carlos de Geroldt, se ha casado allí con una mujer de dicha región y ha plantado bajo aquel excelente y famoso clima una viña con la que ha logrado el mejor éxito.
Yo mismo he probado el vino producido allí, y enviado acá en prueba, y lo he encontrado bonísimo. Es un sabroso vino tinto, parecido al catalán, pero demasiado fuerte para ser bebido sin bautizar.
Mas por desgracia el señor Geroldt ha muerto hace poco y este interesante ensayo, me temo, quedará otra vez paralizado en tanto que no venga otro paisano nuestro que lo recoja y prosiga. Pudiera ocurrir
sin embargo que no se reanudara de inmediato tal prueba, porque si bien el clima de California es tan hermoso como queda dicho, esa tierra queda sin embargo muy lejos para ir a ella a hacer vino, que no
es cosa para todo el mundo, que no lo es cuando menos para nuestros viticultores Alemanes.
Pero basta por hoy sobre este asunto. ¡Adiós!
(C. BECHER, Cartas sobre México. UNAM. México, 1959.)
Las Comidas Ordinarias
En una casa como la descrita, era común que figurase el buen chocolate de Tres tantos (uno de canela, uno de azúcar y uno de cacao) sin bizcocho duro ni yema de huevo; el champurrado para los niños y, de vez en cuando, café con leche con tostada o mollete. Hacían compañía a los líquidos los bizcochos de Ambriz, los panes y huesitos de manteca del Espíritu Santo, presentándose de vez en cuando a lisonjear la gula las hojuelas, los tamalitos cernidos y los bizcochos de maíz cacahuatzintle. El final del desayuno eran sendos vasos de agua destilada.
Cuando acudían visitas a las once de la mañana era forzoso obsequiarlas: si eran señoras, con vinos dulces como Málaga, Pajarete o Pedro Ximénez, sin faltar en una charolita puchas, rodeos, mostachones, soletas, etc., y sus tiritas curiosas de queso frescal. El sexo feo se las componía con ríspido catalán, llamado judío, porque no conocía las aguas del bautismo.
En las comidas resaltantes para las festividades de un congreso de familia, compuestas de las matronas más expertas en el arte culinario, se ostentaban:
Las sopas de ravioles y la de arroz con chícharos, rueditas de hue1 yo cocido y sesos fritos. La olla podrida, era la insurrección del comestible, el fandango y el cataclismo gastronómico, la cita dentro de una olla de las producciones todas de la naturaleza.
La olla podrida se apartaba en dos grandes platones para servirse; Juno de los platones contenía carnes, jamones y espaldillas, patitas y ¡sesos, en el otro la verdura con todos sus accidentes, y entre los platones, enormes y profundas salseras de jitomate con tornachiles, cebollas jy aguacates y salsas de chile solo o con queso y aceite de comer de Tacubaya o los Morales.
El plato de olla podrida podía constituir por sí solo un banquete, y un gastrónomo no experto habría necesitado un manual o guía para penetrar en aquel laberinto sorprendente.
La llenura, el hartazgo, la beatitud del boa, se encontraba en primera en ese plato privilegiado.
En los guisados había predilecciones caprichosas: como pollo en almendrado, con pasas, trocitos de acitrón, alcaparras; pichones en vino y liebre, o conejo en pebre o con salsas.
El turco, la torta cuajada, la torta de cielo, los patos en cuñete, tenían sus lugares de honor, lo mismo que los guajolotes rellenos y los deshuesados, obra maestra de las cocineras de la alta escuela.
En los festines de familia o de alguna confianza, hacían con aplauso sus apariciones el mole poblano de tres chiles, el de pepita o verde y los famosos manchamanteles con sus rebanadas de plátano y sus gajitos de manzana.
Lo espléndido, lo musical y poético, eran los postres: los encoletados voluptuosos, la cocada avasalladora, los cubiletes y huevos reales,
los zoconoxtles’rellenos de coco… la mar!… el éxtasis!… la felicidad suprema… Frutas, zapote batido con canela y vino, garapiña, etcétera, etc.
Después de dar gracias y de levantar los manteles, fumaban los señores mayores (que me reventaban) y se les servía salvia, muitle, cedrón o agua de yerba buena para asentar el estómago.
Esto era, por decirlo así, la realización del ideal.
La vil prosa de la alimentación diaria era el chocolate de oreja y el atole, el anisete a las 11, y en la comida una sopa de pan, arroz o tortilla, un lomo de carne anémica escoltada por unos cuantos garbanzos,
salsa de mostaza, perejil o chile, y principios en que fungían con aplauso el rabo de mestiza, los huevos en chile, los chilaquiles, las calabacitas en todos sus apetitos variantes, los quelites, verdolagas y huauzontles; nopales, las tortas de papas, de coliflor, pantallas y las carnitas de cerdo.
Alegraba la comida la miel perfumada con cáscara de naranja, y servía como de digestivo una tortilla tostada que se hacía astillas entre los dientes. El frijol popular, el frijol, amigo de los desheredados, el frijol, refrigerio del hambriento, el frijol patrio, ocupaba el puesto de honor y se le solía adornar con cebolla picada, con
queso, con aguacate y salsa para que sonriera la gula en la mesa más humilde.
El oficio de limpiadientes lo desempeñaban en general los popotes, con excepción de uno que otro personaje que usaba el oro con un rasca oídos en el opuesto lado.
El mole de pecho, un lomo frito prófugo de puchero, si acaso con dos o tres hojas de lechuga y el parraleño amable, componían las cenas de las mártires numerosas de la clase media.
En la clase más infeliz los tres amigos del pobre (maíz, frijol y chile) hacían el gasto, lisonjeando el apetito el nenepile, el menudo, tripa gorda y otros ascos y espantos de cualquier estómago racional.
(GUILLERMO PRIETO, Memorias de
Mis Tiempos, México, 1910.) 311
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