Salvador Novo, entraba en forma triunfal a la historia y a las literaturas nacionales. Las épocas son platillos, manjares literarios; desde el México prehispánico hasta el siglo xx. La “Despensa”, almacena la bibliografía, de donde saca como ingredientes los textos de grandes cronistas.
El plato entrante es la mesa prehispánica, luego, suenan fanfarrias y atabales, y el “mestizaje se inicia”; en venturosa gestación los cromosomas culinarios mexicas prevalecieron sobre los genes españoles.
Salvador Novo fue extraordinario poeta, como dramaturgo abrió el teatro “La Capilla” en la calle de Madrid número 13, en Coyoacán, en enero de 1953. Y, con la visión poético-literaria, inauguró ahí mismo una fonda elegante, “El Refectorio”, donde preparaba platillos exquisitos y servía con elegancia y distinción. Novo cocinó su libro en la olla del intelecto a fuego lento, para revivir finalmente el banquete de la historia: un deleite para quienes comienzan una aventura sápida como para los iniciados en el arte de la mesa y para los paladares exigentes.
Buen provecho!!
Comencemos:
Primer Servicio
El Mexico Prehispánico
INIQUE IN NAHUAH MOZCALIA QUICUANI MOTLAQUECULTIANI AHUAQUE, TLACUALEQUE.
Estos nahuas eran experimentados comedores, tenían provisiones, dueños de bebidas, dueños de cosas comestibles.
Códice matritense de la Acad. de la Ha.rt., fol. 180 r.
Sobriedad de los Nahuas
Los Nahuas eran sobrios. El Códice Mendocino nos revela cuál era la alimentación de los niños: a partir de los tres años de edad, media tortilla al día; a los cuatro y los cinco, una tortilla entera; de los seis a los doce, una tortilla y media. Desde los trece años, dos tortillas. Que así haya sido por disciplina hasta antes de la llegada de los españoles, tiene menos de asombroso que el triste hecho de que todos estos siglos después, ya no por disciplina ni educación, sino por escueta miseria, la alimentación de muchos niños indígenas no sea más
abundante ni variada.
La redondez de una tortilla podía equivaler a la carátula del reloj, fragmentarse en cuartos para avanzar las veinticuatro horas nuestras del día de un mexícatl.

El maíz se había reblandecido toda la noche en un recipiente, en el agua con tequesquitl. Ahora la mujer lo molería —como Quilaztli, la germinadora. molió los huesos del padre de Quetzalcóatl— en el metatl.
La tortilla se inflaría como si hubiera cobrado vida, como si quisiera volar, ascender; como si Ehécatl la hubiera insuflado. Era el momento de retirarla dulcemente del comalli; cuando ya tuviera, sobre
la carne de nuestra carne, de nuestro sustento, una otra delicada epidermis. El momento de ponerlas una sobre otra, como otros tantos pétalos de una flor comestible, en el tenate.
La comida formal y fuerte del día: las tortillas, el chile, un tamalli acaso con frijoles adentro, unos nopales. Y agua. Por la noche, acaso, unos sorbos de atolli.
Todos defendidos por agudas espinas geométricamente instaladas en sus hojas gruesas y empero tersas bajo la agresión de sus múltiples agujas.
Nadie la riega, nadie la cultiva. Sorbe jugos vitales de la tierra más seca, de la piedra que lo entroniza.
Y un buen día, de esas manos anchas y planas brotan pequeños dedos rojos: las tunas —tenochtli—, rojas como el corazón de los hombres; abrigadas, envueltas en la corteza que repite en pequeño, como una tenue rima, la geometría hostil de las espinas de su cuna, de su sostén.
Recordémoslo: la tribu se hallaba ya acampada en Chapultépec cuando el joven Cópil, hijo de la hechicera Malinalli, llegó en busca de su tío Huitzilopochtli para matarlo en, venganza porque en la peregrinación, el dios había abandonado a su hermana.
Pero Cópil fue el muerto. ‘Y su rencoroso corazón, arrojado a las aguas profundas de la laguna. Ahí germinó, nació, creció. Asumió la forma de un nopal coronado por tunas. Cópil quiere decir diadema, corona.
Cuando el sacerdote descubrió al águila, símbolo del guerrero y del Sol, posada en triunfo sobre el corazón transformado de Cópil, allí encontró la tribu asiento perenne, allí fue fundada la ciudad. Y el nopal ingresó en la heráldica —y en la dieta, simbólica y real, de los mexicanos.

Desollar los nopales para comer su carne: vencer el reto de sus espinas: sortear el ataque embozado, menudo de los ahuauhtli que defienden la pulpa dulce, jugosa de las tunas —son hazañas de un pueblo no sólo hambriento, sino ingenioso; no sólo frugívoro, sino arrojado. Y quirúrgico. Si no lo demostrara suficientemente la destreza con que mondaban a los prójimos en la hermosa ceremonia del tlacaxipehualiztli, bastaría a revelarlo la pericia con que los mexicas se lanzaron a comerse esa tuna y ese nopal —sin espinarse la
mano. O… aunque se la espinaran.
Junto al nopal heráldico, otra planta desértica de mil benéficos empleos perfila el paisaje mexicano: el
maguey — metí por su auténtico nombre náhuatl.
El poeta (yo) vio así las filas interminables de un magueyal; sus hojas abiertas como manos de muchos dedos terminados en la punta durísima que Maguey (Códice Ma los sacerdotes se procuraban a la media noche para
punzar sus carnes —y las amas de casa para bordar y coser con finas agujas.
Tiene el maguey su deidad protectora: Mayahuel, diosa del pulque. La leyenda le atribuye el talento de haber punzado el corazón de este agave en que su figura aparece sentada para que en el cuenco emanara la sangre blanca del anecuhtli —aguamiel, neutle— que una vez fermentada, produce el octli o pulque.
El descubrimiento de esta bebida alimenticia: la elaboración del licor cuyo consumo se reservaba a los ancianos, es contemporáneo de la caída de Tula (c. 1057) y los poemas la relacionan con la embriaguez que pierde a Quetzalcóatl.
Independientemente de los muchos empleos que el mundo prehispánico dio al maguey (papel, amatl de su corteza; fibra sacada de sus pencas para innúmeros usos: hilos, cordeles, mantas; como emplastos medicinales, como tejas en los techos), las pencas alojan a los meocuili o gusanos comestibles de maguey, que son deliciosos tostados con guacamole y en taco o en mexiote. Y el maguey rinde su principal producto en el aguamiel, el pulque y la miel de maguey, que es aguamiel evaporada antes de fermentar la sacarosa que aquélla contiene en un 3 a 8 %. Mientras los mexicanos no dispusieron de la caña de azúcar, la miel de maguey endulzó sus tamales, atoles y chocolates.
Les era tan preciosa que Tenochtitlan recibía en tributo, cada 80 días de su año fiscal, 2,512 cántaros de la miel elaborada en las regiones ricas en magueyes.
Asentados ya en Tenochtitlan, la laguna brindó a los mexicas una rica provisión de proteínas: el
caviar del ahuauhtli, los acociles, los charales, los juiles. Y las ranas, los patos, gallaretas, apipizcas.
Las chinampas empezaron a producir legumbres —quilitl—, el tomate a proclamar la rubicundez, la gordura que le da nombre: tomad, “cierta fruta que sirve de agraz en los guisados o salsas”: “tomahua, engordar o crecer, o pararse gordo”; “tomahuac, cosa gorda, gruesa o corpulenta” “tomahuacayotl (condición o cualidad de tomate) , gordura o corpulencia” (Molina) ; y la combinación de tomates y quelites y chiles en moles —jugos ultravitamínicos exprimidos en el molcáxitl.
La ignorancia o la falta de grasas excluía de la cocina mexica las frituras y reducía sus técnicas al cocimiento, el asado —o el consumo en crudo de verduras y frutas.
Las frituras, que convierten la digestión en un proceso heroico y difícil; las grasas, que crean
adiposidades y precipitan el colesterol en las arterias para asestar a los glotones occidentales —nunca a Ios sobrios indígenas las padecieron — infartos y trombosis.
¿Qué intuición, qué genio de la raza aconsejo a los nahuas la alquimia que sólo la química moderna
ha valorizado: la que por la ósmosis de la cal en el maíz, cuya pulpa se libra en el proceso de los ollejos de indigerible celulosa, rinde un alimento totalmente asimilable y al cual debieron los mexicas la perfecta calcificación de sus huesos y dientes?
Era ciertamente parca la dieta de aquella raza; y asombrosa la agilidad, fortaleza, reciedumbre de aquellos caminantes infatigables; de aquellos viejos que alcanzaban longevidades increíbles, dueños aún de todas sus facultades físicas y mentales: de su dentadura firme, blanquísima y completa; de su pelo recio, lacio, negro y brillante, instalado ahí donde debiera quedarse, sin el atropello que inflige a otras razas cuando aparece en el rostro, obliga a la monserga de la depilación facial y empieza a desplazarse, afeándolos, hacia el pecho
y los hombros: abandona la frente, instaura por compensación la calvicie, encanece…
Los señores, ciertamente, no comían tan escueta ni limitadamente. Los informantes comunicaron a Sahagún la amplia Carta que él copió en el capítulo en que nos habla “De las Comidas que usaban los Señores”.
Pero las grandes comidas o banquetes celebraban fechas u ocasiones especiales. Los mercaderes —pochtecas— procedían como sus descendientes lejanos de hoy: esto es: los impulsaba a organizar una
fiesta lo mismo que hoy nos mueve a ofrecerla: presumir de ricos; darse lustre; quedar bien.
Y había —como hoy— que planearla correctamente: hacer a tiempo las invitaciones (nuestro RSVP) ; contratar a los músicos; y por fin, disponer los arreglos florales de la casa, el servicio de bar, los cigarrillos a mano y los meseros en orden.
Otros banquetes se adornaban con mayor ceremonia.
La Comida como Arma.
Pero en la época —1427— en que al sacudirse el yugo de Tezozómoc los tenochcas consolidaron la Confederación del Anáhuac, les cupo la gloria singular de haber empleado como arma contra los altivos coyohuaques… la comida.
Resumo el episodio, que el lector puede paladear completo en el capítulo X del Durán: Maxtla, Señor tepaneca de Coyohuacan, había retado y ofendido a los tenochcas. Al final del banquete a que les convidó, en vez de las rosas con que era costumbre obsequiar a los huéspedes, les hizo dar ropas mujeriles.
Los tachaba así de cobardes y remisos a las provocaciones e incitaciones a una guerra que los tenochcas parecían no desear. “Ellos se dejaron vestir… y así vestidos con aquellas ropas afrentosas de mujeres… se fueron a México y se presentaron al rey, contándole todo lo que les había pasado”.
“El rey los consoló y dijo que aquella afrenta era para más honra suya; que no tuviesen pena, que él haría venganza muy en breve con muerte y destrucción de todos ellos; y para que veais mi determinación en vuestra venganza, pónganse luego guardas para que en todos los caminos guarden y no me dejen pasar hombre ni mujer ni niño ni viejo a la ciudad, y el que quisiere pasar sea luego muerto; y para que primero les hagamos otra burla como la que ellos nos hicieron, lleven los patos y ánsares y pescado y de todo género de sabandijas que se crían en nuestra laguna, que los de Cuyoacan no alcanzan, y allí a sus puertas asen y tuesten y cuezan dellas, para que entrando el olor y suavidad de humo que dellas saliere, malparan las mujeres, se descríen los niños, se enflaquezcan los viejos.
Era el deseo de comer lo que les es vedado; lo cual fue así hecho, que llevando gran cantidad de tortas descauite, que son de unos gusanillos colorados que entre la lama de la laguna se crían, particular manjar de los mexicanos, echábanlas en el fuego, y patos y pescados, ranas, etc
Y era tanto el humo que hacía, que entraba por las calles de Cuyoacan, que hacía malparir las mujeres de antojo de comer aquello que asaban los mexicanos y descriaba a los niños, pidiendo de aquello que asaban; daban cámaras a los viejos de deseo de comer de aquello, y a las mujeres se les hinchaban los rostros,
las manos y los pies, de que adolecían muchos y morían con aquel deseo”.
La insólita, apetitosa estrategia, dio el resultado previsto. “Viendo Maxtlaton el daño que recibía su ciudad y el perjuicio que le hacían los mexicanos con aquellos humazos, llamó a su consejero Cuecuex y díjole: ¿qué haremos? que nos destruyen éstos haciéndonos desear estas comidas que ellos comen, y adrede vienen a nuestros términos a dar humazos tan suaves que perecen todas las preñadas y se mueren los niños; respondió Cuecuex: qué hay que esperar sino que ganemos por la mano y salgamos al campo, y yo seré el primero; y diciendo y haciendo, vístase de presto sus armas y toma su espada y rodela, y solo, sin compañía ninguna, vise a donde estaban las primeras guardas de México.
Que era un lugar llamado Momiztitlan, y desafía a los mexicanos, diciendo que él sólo venía a destruirlos,
diciéndoles a grandes voces muchas injurias, jugando de su espada y rodela y dando muchos saltos a un cabo y otro”.
Obvio es decir que de nada le sirvió a Cuécuex aquella acrobacia. Itzcóatl pudo agregar a sus dominios un pueblo más —gracias a los patos y ánsares y todo género de sabandijas que se criaban en nuestra laguna —y que los de Coyohuacan no alcanzaban.
El Comercio Comestible.
EL altiplano aportaba directamente sus fundamentales semillas, plantas, frutos y caza: la laguna, su contribución de proteínas. El pochtecayotl o comercio se encargaba de traer de las regiones tropicales lo demás que aquí no se diera. Entre una y otra fuentes de riqueza —nos ceñimos a los comestibles— aprovisionaban los mercados o tianquiztli, tianguis para el oído español —para la ceremonia periódica de su celebración: cada cinco días según Durán, cada veinte en algunos pueblos —Tzicoac y Tuzpa según Tezozómoc.
Pero en ciudad tan grande como Tenochtitlan, era necesario un mercado de todos los días, y en que pudieran adquirirse todas las cosas. Es el que en Tlatelolco deslumbró a Cortés, y el que éste describe al rey español como “tan grande como dos veces la (plaza) de la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil almas comprando y vendiendo; donde hay todos los géneros de mercaderías que en todas las tierras se hallan, así de mantenimiento como de vituallas…
Hay calle de caza donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos de cañuela… Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños que crían para comer castrados…
Hay casas donde dan de comer y beber por precio…
Hay frutas de muchas maneras en que hay cerezas y ciruelas.Como las hay en España.
Venden miel de abejas y cera y miel de cañas .de maíz, que son tan melosas y dulces como las de azúcar, y
miel de unas plantas que llaman en las otras y éstas maguey; y destas plantas hacen azúcar y vino, que asimismo venden.. . Venden maíz en grano y en pan, lo cual hace mucha ventaja, así en el grano como en el sabor, a todo lo de las islas y tierra firme.
Venden pasteles de ave y empanadas de pescado.
Que demás de las que he dicho, son tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria, y aun por no saber poner los nombres, no los expreso”.
La venta del maíz, como su producción, era libre; pero con todo lo demás, el comercio obedecía a reglamentos de estricta observancia. Dice Torquemada: “Tenían entre sí por barrios repartidos las mercaderías que habían de vender; y así los de un barrio vendían el pan cocido, y los de otro el chile y otros sal, y de otro el mal cocinado, y los que se ocupaban en una granjería no podían atender a otra, que era curiosidad harto notable; pero todos en común podían vender centli, que es maíz en mazorca…”
Y Durán: “Había también otra ley puesta por la República que ninguno vendiese cosa de lo que traía al mercado, fuera de él, sobre lo cual no solamente había ley y pena, pero también había temor de agüeros y de mal suceso y enojo del Dios del mercado, y así no osaban vender fuera de él”.
Aquel Mercurio prehispánico ¿será Yacatecuhtli, dios de los pochtecas, cuyo nombre significa “el señor de la nariz”, el que olfatea y guía?
“En viejos tiempos —cuenta Durán— había un dios de los mercados y ferias; en el momoztli donde se hallaba el ídolo del tianguis dejaban mazorcas ajos,* tomates, frutas y otras hortalizas… esto es, de todo aquello que se vendía en el mercado”.
Apuntemos la supervivencia de aquel dios, transmutado en las imágenes religiosas a que los puesteros de los tianguis modernos rinden todavía las ofrendas de flores, frutos, legumbres —y una veladora.
*Tanto Durán como antes Cortés y otros autores mencionan los ajos entre los comestibles mexicanos. Deben haber tomado por tales otros frutos semejantes, pues los ajos fueron traídos por los españoles.
Ya nos hemos asomado al tianquiztli de Tlatelolco, por los ojos codiciosos y maravillados de Cortés.
Asistamos ahora con Bernal Díaz, al palacio en que Moteuhczoma se dispone a comer. Escuchemos al viejo soldado evocar “la manera y persona del Gran Moctezuma, y de cuán grande Señor era” .
Visita a Coatlicue.
EL primer Moteuhczoma: el llamado Huehue Moteuhczomatzin y flechador de cielos, precedió en gloria y en grandeza al Xocoyotzin. Y de su tiempo y reinado es un apólogo que Durán recoge en el capítulo XXVII de su Historia: Deseoso Moteuhczoma de tributar a la madre del dios Huitzilopochtli gran parte de las riquezas
alcanzadas por su favor; y de localizar el Chicomóztoc de donde había partido la tribu, envió la expedición de los hechiceros que después de peripecias y transformaciones, llegan al cerro de Culhuacan, “el cual de la mitad arriba, dicen que es de una arena muy menuda, que no se puede subir por estar tan fofa y honda”.
Los recibe un viejo, al pie del cerro; él no conoce a esos Montezuma y Tlacaelel de quienes le hablan
los mensajeros. Los que de aquí partieron con Huitzilopochtli eran otros: Tezacátetl, Acacitli, Ocelópan, Ahatl, Xomímitl, Uicton, Ténoch, Cuauhtloquetzqui, Axoloua.
Los tenochcas no conocen a éstos; no los vieron, ya no hay memoria de ellos, porque todos son ya muertos. “El viejo, espantado, respondió haciendo gran admiración: ¡Oh, Señor de lo criado! ¿Pues qué los mató? Porque en este lugar todos somos vivos los que ellos dejaron. Ninguno se ha muerto”.
En fin: el viejo los guía, cerro arriba, hacia la morada de Coatlicue: “Ellos echáronse a cuestas el presente y fuéronse tras el viejo, el cual empezó a subir por el cerro arriba con gran ligereza y sin pesadumbre. Ellos iban tras él zahondando por la arena, con gran pesadumbre y trabajo. El viejo, volviendo la cabeza, vídolos que la arena les llegaba casi a la rodilla, y que no podían subir, el cual les dijo: ¿Qué habéis? ¿No subís? Dios priesa. Ellos, queriéndole seguir, quedaron metidos y atascados en el arena hasta la cintura, y no pudiendo
menearse, dieron voces al viejo, que iba con tanta presteza que parecía que no tocaba la arena.
El viejo volvió y dijo: ¿Qué habéis habido, mexicanos? ¿Qué os ha hecho tan pesados? ¿Qué coméis allá en vuestras tierras? ‘;`Señor, comemos las viandas que allá se crían, y bebemos cacao.
El viejo les respondió: esas comidas y bebidas os tienen, hijos, graves y pesados y no os dejan llegar a ver el lugar donde estuvieron vuestro padres, y eso os ha acarreado la muerte; y esas riquezas que trays no usamos acá dellas, sino de pobreza y llaneza, y así, dadlo acá y estáos ahí, que yo llamaré a la señora deltas moradas, madre de Huitzilopochtli para que la veáis; y tomando una carga de aquellas en los hombros la subió como si llevara una paja, y volviendo por las otras, las subió con gran facilidad.”
Coatlicue hace entonces su dramática entrada en escena; vieja de ochocientos años, llorando aún, enlutada, la partida de Huitzilopochtli, la tardanza de su prometido regreso. La ponen rápidamente al corriente: ellos son enviados de Montezuma y de su coadjutor Tlacaélel.
Moctezuma es el quinto rey; los cuatro reyes pasados pasaron mucha hambre y pobreza y trabajo y fueron tributarios de otras provincias; pero ya está la ciudad próspera y libre, y se han abierto ya y asegurado los caminos de la costa y de la mar y de toda la tierra, “y ya México es señora y princesa, cabeza y reina de todas las ciudades, pues todos están a su mandar, y ya se han descubierto las minas de oro y de plata y de piedras preciosas, y ya se ha hallado la casa de las ricas plumas”
Las noticias de la opulencia no parecen impresionar mayormente a la anciana. Lo que ella quiere saber es si son vivos los viejos que llevó de aquí su hijo. Y al saber que habían muerto; como antes el viejo, preguntó: “¿Qué los mató? Pues acá son vivos todos sus compañeros”.
“Y decidme, hijos, esto que trais ¿es de comer? Ellos le dijeron: señora, dello se come y dello se bebe; el cacao se bebe y lo demás se revuelve con ello, y alguna veces se come”. “Eso os tiene apesgados, hijos míos, y ha sido causa de que no hayáis podido subir acá”.
Luego les entrega para su hijo una manta de henequén y un braguero de lo mismo. Ellos tomaron la manta y braguero y se volvieron a descender del cerro. Estando en la falda de él, empezó la vieja a llamarlos y a decir: esperad ahí y veréis cómo en esta tierra nunca envejecen los hombres. ¿Veis a este mi ayo viejo? Pues dejadlo descender y veréis, cuando llegue allá donde vosotros estáis, qué mozo llega “El viejo, muy viejo, comenzó a descender; y mientras más bajaba, más mozo se iba volviendo; y cuando llegó a ellos, llegó mancebo de
veinte años, y díjoles; véisme mancebo: pues mirad lo que pasa; yo quiero tornar a subir, y no subiré más de hasta la mitad del cerro, y volveré de más edad.
Tomó a subir, y desde la mitad del cerro se volvió, y viéronle el aspecto como de hombre de cuarenta años; y tornó a volver y subió muy poquito, cuanto veinte pasos la falda del cerro; tomó a volver y tomó, muy viejo, y díjoles: aveis de saber, hijos, que este cerro tiene esta virtud, que el que ya viejo se quiere remozar, sube
hasta donde le parece y vuelve de la edad que quiere; si quiere volver muchacho, sube hasta arriba; y si quiere volver mancebo, sube hasta un poco más arriba de la mitad, y así vivimos aquí muchos y todos
son vivos los que dejaron vuestros padres, sin haberse muerto ninguno, remozándonos cuando queremos”.
Y una vez demostrado el milagro, el mensaje, la prédica de la templanza: “Mirá: todo ese daño os
ha venido y se os ha causado de ese cacao que bebéis y desas comidas que coméis. Esas os han estragado y corrompido y vuelto en otra naturaleza. Y esas mantas y plumas y riquezas que trujisteis y de que usáis, eso os ha echado a perder”.
Y los mexicanos aprendieron —para todos los siglos de su supervivencia, el secreto revelado por Coatlicue, por nuestra madre la tierra.Lo encerraron en su corazón, lo hicieron suyo.
Desde entonces, han remontado muchas veces —desnudos, olvidados, parcos, sobrios y tenaces— el cerro arenoso del Tiempo, de los siglos.
Han cedido a los hombres perecederos de la ciudad el oro y las piedras preciosas, y las plumas ricas, y las viandas que allá se crían y aderezan, y el cacao que se bebe en copas labradas. Y de cada penoso ascenso en el Tiempo, en el cerro mágico la conquista de cuya cima envejece, han vuelto a descender —eternos, ágiles,
jóvenes e inmortales como raza.
Segundo Servicio
El Virreinato
Hambre en Tenochtitlan
Los teules pusieron sitio a la ciudad, la acometieron con sus grandes casas flotantes de madera, con sus ciervos que piafaban, con el rayo de sus cañones:
“Y todo el pueblo estaba plenamente angustiado, padecía hambre, desfallecía de hambre. No bebían agua potable, agua limpia, sino que bebían agua de salitre. Muchos hombres murieron y muchos murieron de resulta de disentería. Todo lo que comían eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa. Andaban masticando semillas de colorín y andaban masticando lirios acuáticos, y relleno de construcción y cuero y piel de venado. Algunas hierbas ásperas y aun barro. Nada hay como este tormento; tremendo es estar sitiados; dominó totalmente el hambre”.
Ochenta largos días duró el sitio, la matanza —y el hambre. La dieta de los tenochcas fue entonces la que patéticamente cantó otro poeta:
“Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos .. .
Comimos la carne apenas
sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne
de allí la arrebataron,
en el fuego mismo la comían.
Se nos puso precio.”
Cierto, los teules morían también. Allí estaba su carne pálida. Pero ¡qué distinto sabor —amargo, vomitivo, incomible— que el de los esclavos deificados por el sacrificio, después de haberlos escogido en Azcapotzalco, o capturado en la guerra florida; engordado, mimado como ahora trufamos vivos con nueces a los pavos de Navidad; y luego aderezado en casa con su caldito y su maíz —pozole sagrado y confortante!
Los teules triunfaron. Y para celebrar dignamente su victoria, Cortés dispuso en Coyohuacan una comida para sus capitanes.
El Mestizaje se Inicia.
¿Cual fue la minuta de aquel primer banquete español en
México?
Bernal Díaz no cuidó sino de indicarla: de Cuba habían llegado cerdos. La manteca hacía pues su entrada triunfal y chirriante aquí donde no se conocían las frituras. Los mexicanos miraban sorprendidos a aquel extraño, gordo animal que siempre dormía: cochi, dormir. El cerdo español recibiría su nuevo nombre mexicano de cochino, el que duerme. Y chicharrón; suena al verbo chichina, arder, quemar. Todavía usamos en México el nahuatlismo chichinar.
Llegó también vino para el regalo de los triunfales conquistadores, para alegría de su banquete en Coyohuacan. Cerdo y vino; carnitas en taco, con tortillas calientes. Aún no llegaba seguramente el pan
de trigo. La comida de los tenles, aunque se auxiliaba con ella, triunfaba por un momento —como Cortés sobre Cuauhtémoc— sobre la dieta de los mexicas. En la orgía, los capitanes ebrios y ahítos rodaron
por las mesas, abrazaron a las mujeres, algunos de cuyos nombres recuerda Bernal Díaz; la vieja María Estrada, Francisca Ordaz, la Bermuda, una fulana Gómez, otra Bermuda… y otra vieja que se decía,
Isabel Rodríguez… y otra algo anciana que se decía Mari Hernández… y otras’, de cuyo nombre ya no se acuerda; pero todas las cuales se casaron después más o menos honorablemente. A los postres —si
postres hubo-, se habló del oro: de todo el oro que ahora podían llevarse. Empero…
Lo que de más valioso se llevarían de México los Conquistadores no es ciertamente el oro —el “teocuítl.atl”, el excremento de los dioses. El oro es muerte, inercia. Se acaba, se esconde, permanece en su ser o cambia simplemente de manos codiciosas. Lo bueno —”cualli” es lo .que da alimento al hombre y lo que, como el hombre, es capaz de reproducirse y prosperar, frutecer, ser eterno, nuevo a cada primavera, a cada re-encarnación.
Esa es la verdadera, la imperecedera riqueza; la que cuando México entrega al mundo, su cesión no constituye un despojo que lo prive de su riqueza natural ni que lo empobrezca; sino una fraternal comunicación de sus bienes. Lo que no se agota: nuestras semillas, plantas, frutas; que llevarán por todo el mundo el tributo generoso de México; -que propagarán los dulces, los significativos nombres que aquí
recibieron los árboles, las plantas, las flores y los frutos: ahuéhuetl, chilli, auácatl, tómatl, xempoalxóchitl, cacáhuatl.
Y en la propagación mundial de estos dones mexicanos más valiosos que el oro, los monjes toman nobilísima parte. Aquí cultivan en sus conventos fecundas, opimas hortalizas para la comunidad: llegan en el Carmen de Coyohuacan a producir frutas, peras incomparables; pero también envían semillas a los hermanos de sus órdenes en otros países. Así, si durante la Edad Media han preservado en los conventos europeos la sabiduría clásica, y con ello gestado el Renacimiento, en la Edad Media que aquí acababa de repetir la invasión de los nuevos bárbaros codiciosos del excremento de los dioses, los Sahagunes rescatarán la sabiduría de los nahuas; del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco saldrá el Badiano —y de los conventos, las semillas de nuestros frutos para otros países.
Consumada la Conquista, sobreviene un largo período de ajuste y entrega mutuos: de absorción, intercambio, mestizaje: maíz, chile, tomate, frijol, pavos, cacao, quelites, aguardan, se ofrecen. En la nueva Dualidad creadora —Ometecuhtli, Omecíhuatl—, representan la aparentemente vencida, pasiva, parte femenina del contacto. Llegan arroz, trigo, reses, ovejas, cerdos, leche, quesos, aceite, ajos, vino y vinagre, ° azúcar. En la Dualidad representan el elemento masculino. Y el encuentro es feliz, los esponsales venturosos, abundante la
prole. Atoles y cacaos se benefician con el piloncillo y la leche; las tortillas, al freírse, al recibir el espolvoreo del chorizo, se transformarán en garnachas, chalupas, sopes, tostadas, tacos, enchiladas, chilaquiles, infladas, molotes, bocoles, pellizcadas.

Los tamales serán más esponjosos con la manteca bien batida cuando después de bien arropados en la hoja del elote —elotes minúsculos y artificiales—, reciban cocción en las ollas. Los frijoles refritos serán más deliciosos que de la olla; y tanto los frijoles como las rajas fritas de chile con cebolla, admitirán gustosos la caricia blanca, sápida, del queso y de la crema.
Del maridaje del maíz con el queso nacerían las quesadillas; como empanadas, sí, ”,pero subrayadas con la rajita de chile, o ennoblecidas con la flor de calabaza o con el epázotl. Y en los peneques rellenos de papa con queso, el tomate pondría a bañarlos la ruborosa, fluida delicia de su salsa.
Y nacerían —0h apogeo, culminación, clímax del mestizaje gastronómico!`— los chiles rellenos: de queso, de picadillo; con pasas,almendras y acitrones; capeados en huevo batido; fritos, y por fin, náufragos en salsa de tomate y cebolla con su puntita de clavo y de azúcar.
Para coronar un arroz con chícharos; para, a trozos, verse acompañados con frijoles refritos en el viaje que los arropa en el abanico de tortilla caliente que sostienen —cuchara comestible— dos dedos diestros hasta una ávida boca, ya hecha agua. O la orfebrería coronada de rubíes de los conventuales chiles en nogada.
En las cocinas de los conventos y de los palacios se gestará lenta, dulcemente —como en las alcobas el otro— el mestizaje que cristalizaría la opulenta singularidad de la cocina mexicana. De sus derivaciones regionales, no nos ocuparemos aquí. Sólo señalemos, de paso, que el mestizaje varió según los productos de las tierras que iban conquistando o descubriendo los españoles.
Y las aportaciones o exigencias y gustos de los españoles, según que fueran asturianos, gallegos, vascos, andaluces…Pero advirtamos, complacidos, que en esta larga, lenta, venturosa gestación, los cromosomas culinarios de los mexicas prevalecieron sobre los genes de los españoles. Estos acabarán por comer chile. Exclamarán, reconocerán.
“que el pipián es célebre comida, que al sabor dél, os comeréis las manos”.
Aun cuando el ámbito de nuestras observaciones es la ciudad de México, no podemos excluir la que nos señala, lejos de los conventos y los palacios: en las haciendas en que los españoles trabajaban de
dueños, los indios de peones y las indias de cocineras, el feliz acuerdo a que llegaron los mexicanos y los españoles.
—siempre con predominio de lo indígena— en la barbacoa en que una oveja de origen popoloca o sea extranjero, era objeto de tlacaxipehualiztli o desollamiento; metida en algo tan parecido al baño o temascalli como el
horno de piedras calentadas; envuelta en las pencas jugosas del maguey; y al exhumarlo y capturar sus suaves trozos que se desprenden de los huesos, envolverlos en tortillas calientes, ungirlos con las salsas en que los chiles tatemados y molidos en el molcáxitl habían recibido la inefable sazón del pulque para crear la “salsa borracha”.
La Dote Mexicana.
Los Europeos buscaban como desesperados las especias que sazonaran su comida. Cuando Colón —como adelante lo ampliaremos— probó un ají y lo halló picante, creyó —¡eureka!— haber dado con una abundante especie de pimienta, y por tal descripción se apresuró a comunicar a sus empresarios tal descubrimiento. De este desgraciado Almirante (el calificativo es de Darío) es pues la culpa de que al aclimatarse en Europa los chiles americanos, allá recibieran el nombre de “pimientos” que conservan los más domesticados, dulces o
insulsos.

Trasterrados a otros países, nuestros chiles perdieron agresividad, aunque no del todo, sabor. Secos y molidos, fueron el pimentón de España, la páprika austrohúngara: los pimientos morrones para el
bacalao o para decorar la paella.
Pronto recorrieron el mundo, fueron llevados al Asia y bien recibidos por los indonesios y los hindúes que
los incorporaron a su curry.
Pero acá era la mera tierra del chile bravo; del que le da sabor al caldo; del que es capaz, como Tezcatlipoca,
de encarnar en mil formas, colores, aromas, tamaños, y sus empleos:
Son chiles largos, anchos, mulatos, pasillas, cuaresmeños, poblanos, cascabeles, comapeños, chipotles, piquines, habaneros; verdes, rojos, amarillos, negros.
Se utilizan frescos y enteros, o para asarlos, pelarlos y desvenarlos; para dejarlos secar; para tostarlos, poco o hasta el carbón.
como en el Sureste; para adobarlos o escabecharlos con anillos de cebolla, dientes de ajo, hierbas de olor y ruedas de zanahoria.
Fueron indispensable sazón con el tomate, la cebolla y el cilantro, Ay Ay …..la delicia del guacamole!!.
Y al llegar a la Nueva España el pan vazo, las bodas gastronómicas hispano-mexicanas concurrieron en los pambacitos compuestos; rellenos como empanadas, con sus capas de frijol molido, lechuga picada, papas, chorizo frito y desmenuzado, coronamiento de salsa verde o chilpotle, y luego fritos y chirriantes.
“It’s the zizzle that sells the steak”, dicen los yanquis. Es también el chirriar lo que, junto con el aroma, proclama los pambacitos compuestos.
Y aún hay los llamados guajolotes, que dentro del pambazo, acomodan marsupialmente una enchilada.’
Aun los platillos más españoles y completos ¡cuánto no mejoran —el bacalao a la vizcaína, por ejemplo- al introducirles el chile los mexicanos!
Perdidos recelo y miedo mutuos en los siglos xvi y xvii, será difícil cuantificar, apartar lo mexica de lo español en la totalidad, ya simple y fuertemente mexicana, de la riqueza gastronómica que ciertos textos nos describen. Por ejemplo, Juan de Vieyrai Acompañémosle al mercado, en la Plaza Mayor.
No podemos exigir de Vieyra que notara otras fiestas que, como la Cuaresma, dan desde antaño a los mexicanos ocasión de injertar, de nuevo, la comida prehispánica dentro del esquema español.
Pienso en los romeritos con tortas de camarón —saboreadas, por supuesto, con tortillas calientes y una probadita de frijoles refritos: pienso en las torrejas y la capirotada de la vigilia: en las calaveras de azúcar y el pan de muerto del Día de Todos Santos: en la calabaza en tacha de ese día; en las roscas de Reyes del 6 de enero.
Resumamos: la dote mexica para los esponsales con la culinaria española aportaba los siguientes tesoros:
Semillas: maíz, frijol, huauhtli (que los españoles llamaron “bledos”: que aún hoy solemos comer en la golosina llamada “alegría” y que los nahuas amasaban con miel para formar figuras de dioses, naturalmente comestibles, o digamos para mayor precisión ritual, “comulgables”) , chía, cacao y cacahuate.
Frutos: jitomate, chile, calabaza, piña, papaya, anona, chirimoya, guayaba, mamey, zapote (negro, blanco, amarillo; el negro tenía el feo pero descriptivo, nombre de totocuitlazápotl, o sea zapote de caca
de pájaro), chicozapote, nuez encarcelada, ciruelas, jocotes y tejocotes, capulines, tunas, pitahayas, aguacate, chayote, chilacayote.
Raíces: guacamote, yuca, camote, jícama, raíz de chayote Flores: la vainilla —ixtlilxóchitl, flor negra— como la principal.
Chile, vainilla y chocolate representan la culminante contribución de México al deleite gastronómico del mundo
Y al llegar el azúcar a nuestra tierra, Ios frutos de ésta la absorbieron para crear en las manos delicadas de las monjas el milagro de las conservas que aprisionan en el líquido cristal del almíbar tejocotes, capulines, piñas, xoconostles, guayabas, ciruelas.
Nacen los ates, se sirven los postres frescos de zapote prieto; el chilacayote y el acitrón se cristalizan; se aprovechan en cabellos de ángel las barbas del chilacayote —y la calabaza despliega el aprovechamiento sin límites de su carne y de sus pepitas.
Se le hace en tacha con panocha, caña y guayaba; sus pepitas tostadas crujen a rendir entre los dientes su lengüecilla de almendra, que molida y espesa enriquece pipianes y moles verdes; y sus flores deslíen su delicada sabrosura en sopas, guisados y quesadillas.
Y si se trata de las calabacitas tiernas ¡en cuántas formas las aprovecha la cocina mexicana! Que se nos sigan sirviendo con carne de puerco, granos de elote, rajas con cebolla, y queso… ¿Y el chayote, puerco-espín vegetal, de cuántas metamorfosis no es capaz ?
EL AGUACATE
“Pero; ciertamente: entre los frutos mexicanos, pocos alcanzan la excelsitud autónoma del aguacate —del auácatl.“
El “auacamulli’, el guacamole, aparece definido en el Vocabulario de Molina como “manjar de auacate con chili”. Y en el mismo grupo de palabras, nos describe el “auacamilli” como “heredad de auacates” —prueba de que abundaban—, y “auácatl” como “fruta conocida, o el compañón”.
En el libro XI, capítulo VI, apartado 43, Sahagún transcribe estas noticias sobre el aguacate: “Hay otros árboles que se llaman auacatl; tienen las hojas verdes oscuras, el fruto de ellos se llama auacatl, y son negros por de fuera, y verdes y blancos por de dentro; son de hechura de corazón, tienen un cuesco dentro de hechura de corazón; hay otros auacates que se llaman tlacozaluácatl (que) son grandes, como
los de arriba.
Las mujeres que crían no los osan comer, porque causan cámaras a los niños que maman. Hay otros auacates que se llaman quilauácatl (y) la fruta de estos se llama de la misma manera; son verdes por de fuera, son muy buenas de comer y preciosas”.
Gonzalo Fernández de Oviedo (Sumario de Historia Natural de las Indias, Cap. LXXII) nos desconcierta cuando confunde los aguacates con las peras, y los describe así: “En Tierra-Firme hay unos árboles que se llaman perales, pero no son Perales como los de España, más son otros de no menos estimación; antes son de tal fruta, que hacen mucha ventaja a las peras de acá.
Estos son unos árboles grandes, y la hoja ancha y algo semejante a la del laurel, pero es mayor y más verde. Echa este árbol una peras de peso de una libra, y muy mayores, y algunas de menos; pero comúnmente son de a libra, poco más o menos, y la color y talle es de verdaderas peras, y la corteza algo más gruesa, pero más blanda, y en el medio tiene una pepita.
como castaña injerta, mondada; pero es amarguísima, según atrás se dijo del mamey, salvo que éste es de una pieza, y la del mamey de tres, pero es así amarga y de la misma forma, y encima de esta pepita
hay una telica delgadísima, y entre ella y la corteza primera está lo que es de comer, que es harto, y de un licor o pasta que es muy semejante a manteca y muy buen manjar y de buen sabor, y tal, que los que las pueden haber las guardan y precian; y son árboles salvajes así éste como todos los que son dichos, porque el principal hortelano es Dios, y los indios no ponen en estos árboles trabajo ninguno.
Con queso saben muy bien estas peras, y cógense temprano, antes que maduren, y guárdanlas, y después de cogidas, se sazonan y ponen en toda perfección para las comer; pero después que están cuales conviene
para comerse, piérdense si las dilatan y dejan pasar aquella sazón en que están buenas para comerlas.”
Su primera descripción técnica la hallamos, por supuesto, en Francisco Hernández.
El capítulo CIII del libro primero de su Historia de las Plantas habla “Del ahoacaquáhuitl o árbol parecido al encino y que da fruto”, y dice que “Es árbol grande con hojas como de cidro, más verdes, más anchas y más ásperas; de flor pequeña, blanca con amarillo; de fruto con forma de huevo, pero en algunos lugares más
grande, o más bien de figura y tamaño de cabrahigo, negro por fuera verdoso por dentro, de naturaleza grasosa como manteca y sabor de nueces verdes.
Las hojas son olorosas y de temperamento caliente y seco en segundo grado, por lo que se emplea convenientemente en lavatorios. También los frutos son calientes, agradables al gusto y de calidad nutritiva no del todo mala, sino grasosa, húmeda y que excita extraordinariamente el apetito venéreo y aumenta el semen; contienen huesos blancos con algo de rojizo, sólidos, pesados, lustrosos y divididos en dos partes como las almendras, aunque oblongos y un poco más grandes que huevos de paloma.
Tienen estos huesos sabor de almendras amargas, y producen prensados, un aceite semejante al de
almendras no sólo en el olor, sino también en el sabor y en las propiedades.
Cura este aceite el salpullido y las cicatrices, favorece a los disentéricos con alguna astringencia, y evita que los cabellos se partan. El árbol tiene hojas todo el año y crece en todas las regiones espontáneamente o es cultivado, aunque nace mejor y alcanza mayor desarrollo en lugares cálidos y llanos”.
Los siguientes dos, mucho más breves, capítulos, los consagra describir el ahoácatl del monte y el Tlalahoácatl o ahoácatl chico.
Y muy en otra parte: capítulo XLV del libro XV, nos presenta la “Pahoa o árbol pahuatlamense: “Es árbol grande y frondoso, de hojas anchas y fuertes, y fruto del tamaño de calabazas medianas, semejante
en lo demás al ahoácatl y de su misma naturaleza, pero con pulpa más abundante y más agradable.
Algunos entre los mexicanos —aclara— lo llaman ahoácatl hoei” (huey, grande) .
“Entre muchas frutas que hay en estos montes y en toda la Nueva España —escribe Fray Toribio de Benavente, Motolinia, en su Historia de los Indios de Nueva España—, es una que se llama ahuácatl;
en el árbol parece y así está colgando como grandes brevas, aunque en el sabor tiran a piñones.
De estos ahuacates hay cuatro o cinco diferencias; los comunes y generales por toda esta tierra, y que todo
el año los hay, son los ya dichos, que son como brevas, y de estos se ha hecho ya aceite, y sale muy bueno, así para comer como para arder; otros hay tan grandes como muy grandes peras, y son tan buenos, que creo es la mejor fruta que hay en la Nueva España en sabor y virtud.
Otros hay mayores que son como calabazas pequeñas, y estos son de dos maneras: los unos tienen muy grande hueso y poca carne, los otros tienen más carne y son buenos. Todos estos tres géneros de grandes se dan en tierra bien caliente. Otros hay pequeñitos, poco más que aceitunas cordobesas; y de este nombre pusieron los indios a las aceitunas cuando acá las vieron, que las llamaron ahuacates pequeños. Esta es tan buena fruta que se da a los enfermos; de estos se abstenían los indios en sus ayunos por ser fruta de sustancia.
Digo de todos estos géneros de ahuacates, tómenlos los perros y los gatos mejor que gallinas; porque yo he visto que después de un perro harto de gallina darle ahuacates y comerlos de muy buena gana, como un
hombre harto de carne que come aceitunas. El árbol es tan grande como grandes perales; la hoja ancha y muy verde, huele muy bien, es buena para agua de piernas y mejor para agua de barbas”.
Como una de estas “aguas” debe haber sido la que Torquemada (III, LXIV, p. 537 b), la única vez que menciona al aguacate en la Monarquía Indiana, nos cuenta que bebió Fray Francisco de Bustamante: “mostró el desprecio de su persona no queriendo beber un poco de vino que le querían dar, por ser hombre de días y necesitado del estómago, mas suplía esta necesidad bebiendo agua cruda con hojas de un árbol que se llama ahuacate, queriendo padecer mengua por amor de Dios, y con celo de la Santa pobreza”.
Hablé arriba de la “excelsitud autónoma” del ahuácatl. Porque no necesita de condimento alguno para ser delicioso, aunque los admita a muchos para ennoblecerlos; basta, si acaso, una brizna de sal o una
gota de limón que intensifiquen su sabor natural; pero admite por igual el acento fuerte de una vinagreta si se le sirve en ensalada, que la dilución en consomé y crema para una fina sopa fría.
En forma de helado o mousse de aguacate (puré, jugo de limón, azúcar, crema, gelatina —y al refrigerador) . Claro es que el guacamole es la obra de arte perfecta, el empleo legítimo de los tres elementos náhuas que lo integran: aguacate, tomate y chile.
Dos viajeros del xvi —uno inglés, Job Hortop, en 1568; otro francés, Samuel Champlain, 1599-1602—, describen el aguacate: el primero, como “Avocati”, “fruta sabrosa”; y el segundo, como “Accoiate”, “de tamaño de peras muy verdes por fuera”.
Recordemos a otros dos entusiastas del aguacate mexicano en el siglo xvii: a Gage, quien afirma que “alimenta y fortalece el cuerpo, corrobora los espíritus y procura excesivamente la lubricidad”; y a
Gemelli Carreri, que reconoce que “ciertamente, el que lo ha comido, dice que supera a cualquier fruta europea”.
Cuando el joven Jorge Washington acompañó a su medio hermano Lorenzo a las Islas de Barbados en 1751, advirtió que los “agovago pears” eran abundantes y populares; los probó y, al parecer, le gustaron. Más tarde, en 1833, Henry Perrine plantó variedades mexicanas de aguacate en Miami —donde sorprende un poco que los españoles no hayan llevado esta fruta en sus días. Pero el primer experimento de aclimatación que prosperó en California data de 1871.
Y es mucho más reciente, de 1911, el viaje emprendido a México por el horticultor Carl Schmidt en busca del aguacate mejor adaptable al clima de California. Lo encontró en Atlixco: el aguacate padre de todos los aguacates. Tomó de ahí los hijos (braceros vegetales) de cáscara verde que se adaptaron tan bien, que resistieron las tremendas heladas de 1913. En homenaje a su resistencia, se dio a esos aguacates expatriados el nombre castellano de El Fuerte.
Con el deseo de documentar personalmente, cuando ello es posible, los materiales de este libro, emprendí una excursión que me llevara a conocer este árbol histórico. Y en la calle 3 poniente, número 1102 del remoto, apacible pueblecito de Atlixco (“en el rostro del agua”), leí, incrustada en azulejos sobre las viejas paredes rojas de una casa antigua, esta declaración: “En esta casa existe el árbol de aguacate que dio origen a las grandes plantaciones que son fuente de riqueza en los Estados Unidos.
Su propietario, señor Alejandro Leblanc, proporcionó las estacas del aguacate al Sr. Carlos Schmidt en 1911,
quien las transportó para sembrarlas en California con mucho éxito. Su clase fue la única entre todas las variedades que se llevaron a California de varias partes del mundo, que resiste las inclemencias del invierno en esas’, latitudes. Por esto la ‘California Avocado Association’ hace su primera excursión para rendir Homenaje al aguacate Fuerte, también llamado Padre”. Atlixco, 17 de abril de 1938.
Esta Asociación norteamericana llevó a Atlixco en reciprocidad la estaca de un nieto de aquel árbol, y lo plantó, como asimismo lo revela una placa metálica en el sitio, en el jardín central de Atlixco. Nuestros fecundos aguacates; los ahuacates de nuestros abuelos los nahuas, han derramado su prole y su delicia por todo el mundo.
Son los “avocados”, los “alligator pears”, la “Persea gratissima” de los botánicos. En el jardín del Pincio, en el corazón de Roma, dos árboles de aguacate arraigan el recuerdo del Maximiliano que hacía enviar a su ministro en Italia el regalo de una cesta de aguacates. De sus huesos nacieron esos árboles.
EL TOMATE
Consagremos unas cuantas líneas a nuestro gordo —tomahuactómatl o tomate. Ciñámonos a recordar que los italianos le dieron desde 1554 el bello nombre que allá conserva de pomidoro (la austríaca condesa Paula Kollonitz, como veremos en otra parte, lo reconoce en México como “manzana del paraíso”)
Y que mientras en España pronto siguieron el buen ejemplo mexicano al emplearlo en salsas, en otros países europeos a que fue llegando lo tuvieron por planta curiosa en sus jardines hasta mediado el siglo XVIII, en que decidieron atinadamente comérselo.
Pero aquí tan cerca: en lo que hoy son los Estados Unidos inventores del catsup y bebedores del jugo de tomate, no hay evidencia de su cultivo sino hasta que Thomas Jefferson lo emprendió en 1781 y en la Louisiana (región por francesa más refinada) lo empezaron a consumir en 1812; pero en los estados del noreste, no antes de 1835.
Hasta 1900 prevaleció entre los norteamericanos el temor de que el tomate, como sí lo son otras solanáceas, fuera venenoso. Es pues apenas de este siglo la adopción por nuestros vecinos del amplio consumo de tomate en todas sus formas. Independientemente del que importan de México, los Estados Unidos cultivan en la actualidad 225,000 acres de plantaciones tomateras destinadas al consumo fresco, y de tres a cuatro mil acres del que destinan a procesarlo.
Producen así un millón de toneladas para una industria que emite al año la cifra apabullante de treinta millones de cajas de tomate enlatado, treinta y seis millones de cajas de jugo de tomate, y cuarenta y ocho millones de cajas de Catsup, pastas y salsas. Como el aguacate, el tomate se adapta a todas las etapas de una minuta completa: hors d’oeuvre, Con ellos frescos y rellenos de lo que se quiera; sopas, guisados —y
aun mermelada.
Por cuanto a las raíces: mientras la jícama cruda, con limón y polvo del chile que también sazona los elotes con sal rinde su jugosa frescura, el camote tatemado con piloncillo constituye la forma más simple, aunque no la menos deleitosa, de su aprovechamiento; pero descortezado, molido y endulzado, es la dúctil materia prima que admite, absorbe los perfumes delicados de la fresa, la piña, la guayaba, para envolverse desnudo en rollos cristalizados, o para invitar al ejercicio de las inclinaciones barrocas de las monjas de Santa Clara que lo decoran con filigranas de cobertura, grafías de finas duyas, rositas rococó, palomitas, lazos y moños de colores pálidos.
Almendra y coco integran las empanaditas igualmente barrocas; cacahuate y piñón los mostachones revestidos de polvo de canela; harina de maíz con su gruesa, extendida gota de azúcar perfumada con vainilla, las tortitas…
Dejemos al inolvidable, querido don Artemio engolosinarse en la descripción del típico refrigerio que seguía a la ceremonia del Topetón o encuentro de franciscanos y dominicos en los días de los Santos Patronos de estas órdenes amigas, cuando el 3 de agosto —víspera de Santo Domingo— y el 3 de octubre —víspera de San Francisco— las procesiones convergían a abrazarse en la calle de Tacuba:
“Al dar las vísperas y los maitines pasaban las comunidades al amplio refectorio conventual en donde se servía el estupendo refresco. En torno a una enorme mesa tomaban asiento todos los frailes por
orden de categorías.
Sobre el albeante mantel de alemanisco lleno de bordados en blanco, se veía abundante plata labrada en bandejas, azafates, mancerinas, platos, bernegales, escudillas, limetas, tembladeras,
y también se veía numerosa porcelana de China y de Sajonia, y abundante cristal del de pepita y del lechoso de la Granja, en vasos, jarras y garrafas; pero más que estas preciosidades de vajilla tenían un magnífico resalte los grandes platones de áurea cocada con sus incomparables cabujones de almendras y pasas.
Los de chongos zamoranos, los de arequipa de almendra y nuez, los de untuosas mermeladas, los de bocado real, los de leche de obispo, los de cafiroleta y cafirolonga, los de dulce de camote y piña, los de bien-me-sabe, recamados con lindos dibujos, hechos con polvo de canela, con piñones y con engranujo de colores; las enormes fuentes con alfeñiques, con delicadas frutas de almendra, con huevos reales y huevos moles, y otras más con encanelados quesillos de almendra, con crema aterciopelada.
con regalo de ángeles, con alfajores entre obleas, con bocadillos de leche, de nuez, de coco, con brillantes canelones, manzanitas y otras frutas sublimes hechas de almendra; con huevitos de faltriquera envueltos en rizados papelillos de color. con duraznos cristalizados que fulgían como joyas.
“Para quitar lo dulce de las bocas golosas y disponerlas para nuevos embates, había aguas frescas de guindas, de rosas, de limón, de naranja; agua de oro, agua divina, agua arzobispal, horchata agraz, chicha, resolí, cinamomo, garapiña, ratafia de nebrina, de hypericón, de anís. Todo el copioso saber de los conventos de monjas se derramaba en aquella mesa preexcelsa.
“Se servía ! chocolate, del famoso y fragante de tres tantos, y para despacharlo de modo conveniente había cerros de rodeos, de rosquetes, de cuchufletas, de bollos, de hojuelas, de pestiños, de selvias de Portugal, de artaletes, de melindres, de frangipán, de arrepápalos, de escotafiés, de bizcochos envinados, de panes de la duquesa, de pasteles nevados, de tortas de natas y de las de requesón, de papelinas, de gajorros, de bizcotelas, de puchas, de panqués, de tortillas de regalo, de frágiles gaznates.
Con todo esto tan exquisito para mojar no había fraile que diese un solo trago de chocolate; todos los reverendos señores lo levantaban gentilmente a puro pulso, sopa tras sopa. Era aquello una perdurable delicia, pero inocente. San Francisco de Sales ha dicho que lo que entra por la boca no daña el alma.
“Con este gaudeamus, corto refrigerio, celebraban sus paternidades las vísperas del señor San Francisco de Asís o las de Santo Domingo de Guzmán, el muy batallador. ¿Cómo sería la celebración del mero día?… A todo esto se le llamaba el topetón, algunos le decían la topa y otros el topetazo”.
No obstante que don Artemio las pone entre las golosinas consumidas durante aquellos pantagruélicos refrigerios, no es habitual hallar entre las creaciones en los conventos, ciertos dulces que cuando
aún suelen llegar a la Capital, han viajado desde Colima, y lo de muestran con traer dentro de la masa oscura, dulce y especiada en que consisten, trocitos de coco de aceite: hablo de los alfajores.
Las nuevas generaciones conocen el “fruit cake”. Asocian su consumo estacional a la Navidad, al Christmas que celebramos cada vez más a la arrolladora manera norteamericana. Las generaciones anteriores: las nacidas y educadas dentro del molde afrancesado del XlX.
Conocieron el “pain d’épices”; que es la versión gala del “fruit cake”. Pero ambas generaciones han olvidado, si alguna vez los conocieron, los alfajores. Y con ello se han privado de una delicia que aunque traída por los españoles, es posible pensar que la excluyera de los conventos la consideración de que por su origen —que su nombre declara—, los alfajores no eran cristianos, sino musulmanes.
La receta del alfajor —o alajú: de ambos modos suele llamársele en los libros antiguos de cocina; y alajú en árabe quiere decir “el relleno”— guarda con el fruit cake y con el pain d’épices, que así resultan sus sucesores, semejanzas que advertirá el entendido.
En la correspondencia culinaria cruzada entre el Dr. Thebussem y “un cocinero de S. M.” (D. Mariano Pardo de Figueroa y D. José Castro y Serrano), publicada en forma de sabrosísimo libro en 1888, se recoge de un anónimo “recetario práctico de guisados y dulces de Medina Sidonia del año 1786” esta receta que vale la pena reproducir:
“Una azumbre de miel blanca, tres medias de avellanas y una libra de almendra, todo ello tostado y tronzado. Onza y media de canela en polvo. Dos onzas de matalahuva (esto es: de anís), cuatro adarmes de clavo y otros cuatro de cilantro, todo tostado y molido; una libra de ajonjolí tostado; ocho libras de polvo de moler, sacado de rosquillas de pan sin sal ni levadura, muy cocidos en el horno.
Con media libra de azúcar, harás almíbar; luego agregarás la miel, y cuando esté subida de punto, le echas los avíos, tres puñados de harina cernida y el polvo de moler. Muévelo para que todo quede bien mezclado. Háganse los bollos en caliente; báñense en almíbar; cúbranse de azúcar fina con alguna canela, y empapélense”.
Se empapelaban en obleas: blancas o moradas. Ignoramos cómo y cuándo entró en el México virreinal esta antigua golosina arábiga, que los reyes españoles apreciaban ya antes de la Reconquista.
Lo evidente es que entró; y que como con todas las demás aportaciones culinarias españolas, el
mestizaje adaptó los alfajores a los “isótopos” de sus ingredientes que aquí encontrara: en vez de almendras y avellanas, coco de aceite. Y una incrustación final de confites, como un indirecto homenaje a jerónimo de Balbás.
“Los de Roque, alfandoque; los de Rique, alfeñique”
Muchos guardamos en lo más empolvado de la memoria estas rimas de un canto o juego infantil. No nos detenemos a averiguar lo que “alfandoque” y “alfeñique” quieran decir. Ni los reconocemos desde que mudaron su nombre arábigo por el cristiano. Empero, el alfeñique es el nombre arábigo del azúcar; y por extensión (que es la definición que trae en su Diccionario la Real Academia),
“Pasta de azúcar cocida y estirada en barras muy delgadas y retorcidas”. Retorcidas, como las columnas salomónicas del barroco.
O sea aquellas “coronitas” y “varitas” de azúcar, blancas o teñidas de leve rosa, o verde tenue por el limón que las acidulaba; que en nuestra infancia todavía paseaban en triunfo por las calles los dulceros; quebradizas y finas, desleídas en la boca golosa como los azucarillos que todavía se puede diluir en agua en La Flor de México. Aquellas mágicas varitas de alfeñique eran la aristocracia de sus plebeyas semejantes las
charamuscas, melcochas y trompadas trabajadas con piloncillo.
Por cuanto al “alfandoque”, del que nos dice la Academia que es “pasta hecha con melado, queso y anís o jengibre”, me permito suponer que a: seguir el mismo proceso de adaptación a los elementos que aquí encontraba la dulcería española, el “alfandoque” acabó por asumir la forma del potosino queso de tuna.
La Cuaresma con sus rituales culinarios; su abstinencia de carnes, su recurso a pescados y su inclinación a compensar el ayuno con postres nutritivos, introdujo en la Nueva España.
Dos que han permanecido rituales en nuestras mesas de vigilia: las torrijas (aquí decimos torrejas) y la capirotada. Esta última sufrió una modificación esencial al adaptarse tanto a México, cuanto a la Cuaresma.
La receta de la capirotada que da en su libro clásico el cocinero de Su Majestad Felipe IV, Felipe Martínez Montiño, mezcla carne a todos los demás ingredientes que con supresión de la carne, reunieron diestramente
nuestras abuelas para aderezar sus cazuelas de capirotada.
Cuando el hambre apretaba a los teules durante la guerra de conquista, solieron, pero con repugnancia, probar los perrillos gordos y comestibles que los mexicanos incluían en su dieta. Pronto decayó el
empleo de estos animales, y con el tiempo, su especie misma se extinguió. Los españoles no despreciaron, en cambio, los gallos de papada, o gallinas o pavos de la tierra, como llamaban a los guajolote.
A los ingredientes nativos con que se aderezaba el mole de guajolote —chiles de varias clases tostado y molidos, granos de cacao y de cacahuate—, los españoles contribuyeron la manteca y el toque final que erige
en obra maestra a ese platillo indispensable en las fiestas: lo que López Velarde llamó tan bellamente “la picadura del ajonjolí”.
Lo que el paladar español conservara de arábigo después de ocho siglos de civilización musulmana, lo satisfizo aquí con un mole así de perfeccionado, así de suntuosamente oriental.
Y era ciertamente mucho y bueno lo que los teules habían heredado de sus dominadores, lo que ahora compartirían con sus conquistados, o les harían cultivar, producir: de la dominación romana, los
iberos heredaron y absorbieron aquellos dos ingredientes culinarios que con mayor o menor justicia, sus malquerientes señalan como característica esencial de la cocina española: el ajo —descubierto en Egipto por los romanos— y el aceite, bíblico y griego.
Habían sido en esto claramente superiores a los celtas, que no conocieron el ajo y que freían sus carnes con grasa de cerdo negro. De la larga dominación arábiga, derivaron los españoles una revelación culminante: el
hasta entonces desconocido sabor agridulce que dan los limones, la cidra y la naranja amarga traídas de Persia por los árabes —pues la naranja dulce llegaría mucho después, descubierta en China por los portugueses.
De los árabes aprendieron a cultivar la caña de azúcar y a apreciar el azafrán, la pimienta negra, el anís, la nuez moscada, el ajonjolí. Y todos estos tesoros, que confluyeron en España las mejores herencias de latinos y arábigos, llegaron con los Conquistadores a desposarse en México con los que el Nuevo Mundo tributaría a las mesas del Antiguo.
De los insectos: hormigas aladas, chapulines, huevos de mosco o tortas de ellos, sólo perdura hasta nuestros días el antojo eventual de los gusanos de maguey, inflados y craqueantes al tostarlos para unirse con un buen guacamole y henchir un taco apetitoso, un hors d’oeuvre totalmente prehispánico.
Del tributo comestible de los lagos hoy desecados, se extinguieron los camaroncillos llamados acociles, y sólo perduran, escasos, los charales. Que van tan bien en salsas con el arroz a la mexicana y —por supuesto— tortillas calientes.
Especie de Especias
En el prolijo prólogo a su Gran Diccionario de Cocina, Alejandro Dumas nos dice que las especias empezaron a ser un poco más Acomunes en Francia sólo desde el momento en que Colón descubrió la América.
Y Vasco de Gama la ruta del Cabo; pero que en 1263 eran aún tan raras y preciosas, que el abad de Saint Gilles, en Languedoc, cuando tuvo que pedirle un gran favor al rey Luis el joven, no encontró mejor modo de seducirlo que acompañar su petición con un pequeño regalo de especias; y que el nombre de especias se conservó para designar con él los regalos que se hacían a los jueces (nosotros designamos a esos regalos con el nombre, también gastronómico, de “mordidas”) .
Según Alejandro Dumas, la pimienta no se propagó en Europa sino hasta que M. Poivre —que le dio su nombre francés la llevó de Ile de Prance a la Cochinchina— aunque otras autoridades afirman justamente lo contrario.
Y según Dumas, “las facultades intelectuales parecieron elevarse, impulsadas por las especias, a una sobre-excitación Mis prolongada.
¿Debemos —se pregunta— a las especias el Ariosto, el Tasso, el Boccacio? ¿Les debemos las obras maestras del Tiziano? Me inclino a creerlo así. Ya he dicho que Leonardo de Vinci, el Tinkoretto, Paul Veronese, Baccio, Bardinelli, Rafael y Guido Reni, eran gastrónomos distinguidos”.
El Chile
Pero a todo señor, todo honor. Rindamos al chile el merecidísimo homenaje de rastrear sus andanzas desde nuestra cocina prehispánica hasta las mesas universales; y dilucidemos las razones históricas que explican que cuando los ingleses y los yanquis hablan de “pepper”,
los italianos de “pepperone” y los franceses de “piment”, lo que estas palabras tan próximas a la pimienta describen, es, aunque hipertrofiado y ya insulso o manso, nuestro chile.



Todos conocemos el pimentón español —este condimento rojo y en polvo, tan semejantes a la páprika húngara, que aplicamos a ciertos guisos. Y nos son igualmente familiares en el mercado esos grandes,
lustrosos pimientos que hallamos frescos, verdes o rojos, y que las tiendas nos venden, ya en conserva, en latas redondas: los “pimientos marrones” con cuyo encendido color decoramos la atractiva superficie
de la paella.
Pero este parecido semántico entre pimentón y pimiento; aunque nos lleve por asociación de ideas a pensar en la pimienta, no nos revela por sí mismo la razón por la que se llamen de manera tan relacionada cosas tan distintas como la pimienta y el pimiento. Para rastrear el origen de este parentesco nominal, tenemos que retroceder en el tiempo hasta el descubrimiento de América.
Es bien sabido que el Rey Fernando y la igualmente Católica Reina Isabel se decidieron a patrocinar la expedición colombina con la esperanza de que don Cristóbal hallara un camino marítimo hacia las ricas islas de la especiería de las Indias Orientales; y que de ellas llevara a España “oro y especias”.
Con este encargo en mente, no es muy de asombrar que el futuro Almirante, obsedido por la idea de
cumplirlo en todas sus partes, creyera haber llegado a las Indias cuando apenas desembarcaba en Santo Domingo; y que al ver, probar y llevar a España unas muestras de lo que describía como “pimienta en
vainas… muy fuerte, pero no con el sabor de Levante”, creyera haber hallado la pimienta que buscaba.
Lo que en realidad había descubierto Colón no era la India, sino América; y no una pimienta especial, sino … el chile, con el nombre local de “ají” que conservaría mucho tiempo, creando una confusión que llega hasta el propio Diccionario Académico de la Lengua, donde hallamos la palabra “Ají” “como voz americana”, masculina: pimiento, 1° y 2° “acepciones”. Y en la palabra “chile”, la anotación “del mejic. chilli, pimienta; ají, 1° acepción”.
Sucedió con el chile, al ser descubierto por Colón con su nombre de ají, lo que ocurrió con el tabaco: que los españoles conservarán para esta planta el nombre que ella recibía en la primera isla en que lo vieron fumar, y no le dieron el que tenía en México: yeti. Ya se sabe lo difícil que, sigue siendo para los españoles pronunciar nuestra tl náhuatl; Bernal Díaz llama a Cuitláhuac, Cuedlabaca; Cortés, Temixtitán a Tenochtitlan. Y etl tiene que haberles resultado más difícil de pronunciar que tabaco.
Pero chile y tabaco —y etl—son originarios de México; del Nuevo Mundo en general. Colón reitera en sus Cartas su entusiasmo frente a la abundancia de “ají, que es su pimienta, y que es más valioso que la
pimienta, y todo mundo come sólo eso, que es muy sano”.
El Dr. Diego Chanca, de Sevilla, acompañó a Colón en su segundo viaje como experto botánico, y se asombró ante la variedad inmensa de árboles desconocidos “algunos de los cuales dan frutos, otros flores… allí encontramos un árbol cuya hoja tiene el más fino olor a clavo que yo haya encontrado: una hoja como de laurel, pero no tan grande; pero creo que sea una especie de laurel”.
El buen doctor había tropezado con lo que llamamos ahora “pimienta gorda”, y los norteamericanos, allspice; una especie cuyo aroma recuerda una mezcla de clavo, canela y nuez moscada, y que se obstina en no crecer más que en Jamaica, de donde ahora se exporta a Estados Unidos para su envase ya molida.
Esta “pimienta gorda” era claramente distinta del ají y de la pimienta que inútilmente buscaban en América —y que hasta la fecha se aferra en darse en Ceylán. Los españoles aumentaron la confusión de la nomenclatura al llamarle también pimienta. El nombre científico de “pimienta officinalis” que los botánicos le dieron, no aclara mucho esta confusión, que persiste hasta nuestros días a desorientar a las amas de casa inexpertas cuando las recetas piden “pimienta negra” y “pimienta blanca” o “pimienta gorda”, sin aclarar que la negra
y la blanca son la misma: la blanca, molida sin la cáscara; la negra, molida entera; y que la gorda, sencillamente no es pimienta.
En resumen, para los españoles era pimienta todo lo que picara. Apenas si para distinguir a los chiles de la pimienta negra, dieron en llamar a aquellos “pimienta de chile”. Los botánicos optaron por asignar a todas las dudosas “pimientas” de este tipo el nombre genérico de “capsicum”, que abarca a todas las numerosísimas variedades de chile que se iban descubriendo: plantas cuyos frutos se usaban ya para comerse directamente, como legumbres; 3 para sazonar con ellas platillos y guisos: como especias.
Conforme los europeos se adentraban a aculturarse en las fértiles tierras americanas, descubrían que los chiles se daban en todas las formas y tamaños imaginables: redondos, cónicos, largos, torcidos:
en forma de botoncillos (chile piquín), de zanahoria, de pera; verdes, anaranjados, escarlata, amarillos, casi blancos; algunos tan feroces (generalmente, los más pequeños son los más picantes) que comerlos
equivalía a ingerir plomo derretido; otros, cuyo mayor tamaño parece comportar su mayor dulzura.
Se descubrió, asimismo, que los chiles se hibridan con facilidad, lo cual ha multiplicado y desarrollado en todo el mundo nuevas formas y “picores”, al exportarse a otros Continentes, y aclimatarse en ellos, las semillas de los chiles mexicanos. Su diseminación en Asia y en África ocurrió en un tiempo tan corto, que durante muchos años, los europeos creyeron que los chiles serían originarios del Oriente.
Las especies más dulces —los pimientos— se aclimataron, sobre todo, en España. Los mencionan ya los tratados botánicos del siglo XVII: “se cultivan con gran diligencia en Castilla, no sólo los jardineros, sino las; mujeres, en macetas que colocan en los balcones, para usarlos todo el año, ya sea frescos o secos, en salsas o en vez de pimienta”.
Al Oriente también llegaron las semillas del chilli mexicano; pero allá prefirieron y embravecieron las especies más picantes. Los diplomáticos indonesios que llegan a México, nos superan en la tolerancia de los chiles más bravos, que muerden y mastican con admirable estoicismo porque forman ya parte de su tradición culinaria.
El “chilli”,” como lo anotamos arriba se ha abierto paso, como americanismo, hasta el Diccionario de la Real Academia. Ahí encontramos las siguientes voces con él relacionadas: Chilaquil, mej. Guiso compuesto de tortillas de maíz, despedazadas y cocidas en caldo y salsa.
De chile; Chilaquila, guat. Tortillas de maíz con relleno de queso, hierbas y chile; Chilar, sitio poblado de chiles; Chilate, América Central.
Bebida común hecha con chile, maíz tostado y cacao; Chilatole. Guiso de maíz entero, chile y carne de cerdo; Chilchote. Una especie de ají o chile muy picante; Chilero.
Nombre despectivo del tendero de comestibles; Chilmote.
Salsa o guisado de chile con tomate u otra legumbre; Chilote. Bebida que se hace con pulque y chile; Chiltipiquín (del chilli, pimiento, y tecpin, pulga) : ají, 1° acepción.
Al lado del tomate —con el cual se desposa en amplia gama de gustosos sabores—, el “pimiento” de Colón y los legos conquistadores: el chilli o ají de los nahuas, ha sido una de las más importantes contribuciones del México prehispánico a la cultura gastronómica universal. Rico en ácido ascórbico, las variadas cocinas regionales de nuestro país y de buen comer aprovechan con imaginación en moles y salsas la riqueza de sus sabores, colores, grados distintos de picor que la pimienta reduce a uno solo.
Y de nuevo, el chile liga a nuestra Historia con la evolución industrial de su consumo en la salsa embotellada y terriblemente fuerte que proclama, en su nombre de Tabasco.
Nacer de un hecho poco conocido: el de que un soldado norteamericano que estuvo entre nosotros durante la guerra de 1846-47, regresó a su nativa Louisiana y obsequió a su amigo Edward Mcllhenny con algunos chiles muy bravos que llevó consigo desde Tabasco. Mcllhenny sembró sus semillas, y empezó a emplear los chiles como plantas de ornato; pero luego experimentó con ellos en la cocina.
A su familia le gustó su sabor, y empezó a manufacturar en su casa de Avery Island, en 1868 —va para un siglo— esta salsa que hoy encontramos en todas las casas y restaurantes del mundo, a la disposición de quienes quieran estimular sus papilas gustativas con una o dos gotas de fuego líquido: emplearla sobre los ostiones en su concha, o en el coctel de mariscos, o aun, con discreción, en bebidas restauradoras como el “bloody Mary”. La fórmula no puede ser más sencilla: chile colorado (piquín, cascabel o comapeño), sal y vinagre. Chiles y sal fermentan en barricas de roble durante tres años, antes de recibir el vinagre con que se embotella la “Tabasco Sauce”.
La abundancia de chiles frescos o secos que encontramos en los mercados mexicanos hace prácticamente innecesario acudir a conservas o a salsas embotelladas como la Tabasco. Existen sin embargo, desde
hace mucho tiempo, los chiles en escabeche que con el nombre de jalapeños hallamos en las tiendas de comestibles —algunos rellenos de sardinas, otros acompañados por la cebolla, el ajo y las ruedas de
zanahorias con que han sido escabechados.
Para otros guisos, contamos con los chiles chilpotles, igualmente en conserva; y los moles en pasta
o en polvo gozan de la preferencia de las amas de casa, privadas hoy de las esclavas necesarias para el tostado, la mezcla y la molienda tradicionales de los moles más complicados. Con los chiles comapeños,
secos y fritos en manteca con un diente de ajo, luego bien molidos con todo y semilla, se logra una “salsa seca” que bien puede llevarse a la mesa como un pimentero.
Del Siglo XVI al XVIII
La dieta prehispánica: la vida de trabajo físico rudo: los autosacrificios y la higiene de sol, aire libre, grandes caminatas y baños fríos, no eran ciertamente para engordar.
El hecho de que Bernal Díaz mencione aparte al cacique gordo de Cempoala, nos indica cuán raro habrá sido el caso de la obesidad entre los nahuas; cuán raras las disfunciones tiroideas que la ocasionaran.
Los mexicas eran longitípicos, según las nomenclaturas modernas de la esbeltez. Comían apenas lo bastante para vivir.
Los españoles, una vez apeados del caballo, implantaron, prosiguieron y aumentaron con los ingredientes nuevos y sápidos que encontraron aquí, sus hábitos alimenticios de varias copiosas comidas al día: desayuno, almuerzo, comida, siesta, chocolate a media tarde, cena de todo y por su orden. Si cuando llegaron no estaban gordos, en los conventos acreditarían la imagen abacial de la beatitud adiposa.
Ciertamente, aquella “línea” era en Europa la moda. Muchas personalidades notables lucían con orgullo su tonelaje: Gustavo Adolfo, Enrique VIII, Martín Lutero, Hans Sachs, Juan Sebastián Bach, Cristian IV de Dinamarca, el elector Federico el Sabio de Sajonia, Otto-Enrique del Palatinado, Federico-Guillermo de Brandeburgo… Traspuesta la gótica, alargada, ayunadora Edad Media, el Renacimiento volcó con furia un ansia contenida de placeres manducatorios que no tardó en añadir kilos a los glúteos femeninos y barrigas satisfechas a los nobles. Rubens no inventaba, sino que retrataba, la moda de la robustez. Y el refrán español condensaría la actitud del tiempo al sentenciar que “donde hay gordura, hay hermosura”.
La esbeltez era síntoma de enfermedad. Eran “enfermos nerviosos” Erasmo de Rotterdam, el Príncipe Eugenio, Federico de Prusia,porque eran flacos.
Los tratadistas culpan a la cerveza de una inflación que por cierto se manifiesta más acusadamente en los países europeos del norte, que en los del mediodía o el sur —consumidores de vino como los españoles, los franceses, los italianos, los griegos, los húngaros. Pero en otros países que España, ciertas bebidas libraban en torno de “la línea” una sorda, inadvertida lucha. Mientras la cerveza constituyó el desayuno de los ingleses después de haber engordado a los alemanes, el té y el café aparecieron a darle victoriosa batalla.
De ambas bebidas hablaremos a tiempo. Digamos por ahora que en ambas se descubrió un estimulante, un tónico que engañaba el hambre; que no alimentaba como la cerveza; pero que sí levantaba el ánimo, alejaba la pereza, disponía a la conversación, el trabajo y el lúcido buen humor. Al principio no lo advirtieron los ingleses: pero es obvio que su arraigada, y en ciertos casos desbordadamente excesiva afición por el té, explica en gran medida su constitucional esbeltez.
Bien sé que es mal visto que un autor se cite a sí mismo, y pido perdón por incurrir en ello. Pero recuerdo que hace cierto número de años, escribí un ensayo que titulé “los mexicanos las prefieren gordas”. Y si no recuerdo mal, demostraba en él que así es; desde cuándo, y por qué motivaciones edípicas. Ahora podría añadir, aducir, el antiga o ejemplo comprobatorio de mi aserto, del rey Huémac —el que tiene manos grandes -;quien grandes como las tenía, gustaba dé asentarlas a todo lo ancho y cóncavo de las caderas de las concubinas que se mandaba procurar, a condición de que midieran cuatro cuartas, no de eslora, sino de manga. Si nos atenemos a la regla de los contrarios que se atraen, Huémac no tiene que haber sido gordo, sino antes flaco, puesto que apetecía gordas.
De Te y de Chocolate
L OOR a aquellos modestos, más o menos oscuros, o en su tiempo poco apreciados, escritores que desentendiéndose de los temas grandilocuentes del momento consignan en la intimidad de su Diario la menudencia de lo que hicieron, vieron, supieron en la fecha;Ellos preservan para los siglos futuros datos que devienen históricos y que han escapado a la solemnidad jactanciosa de los historiadores profesionales.
Samuel Pepys y John Evelyn, por ejemplo. Sobre todo, el primero, cuya afición al teatro nos ha conservado un tesoro de documentación acerca de las obras, los actores y los locales que visitaba. El Diario de Samuel Pepys nos ofrece la noticia más minuciosa y pintoresca de la gastronomía y de la etiqueta en el siglo XVll de Inglaterra. Y por él sabemos que aquel buen gourmet probó su primera taza de té a los 27 años, en 1660
Poco antes, en 1658, había aparecido en el Mercurius Politicus un anuncio inserto por Mr. Thomas Garway, que decía: “Aquella excelente, y por todos los Médicos aprobada, bebida CHINA llamada por los chinos Té, por otras naciones Tay, alias Tee, se vende en la Cafetería de la Cabeza de la Sultana, en Sweeting Rents, cerca del Royal Exchange, Londres”.
La más acreditada leyenda atribuye al té el siguiente origen milagroso: el príncipe hindú Dharma fue el primer monje budista de los muchos que después propagarían en China y en el Japón el uso y el cultivo del té; pero además, el que le había dado nacimiento cuando cierta vez, contra su voluntad de permanecer en quietud, vigilia y comunión con Brahma, le venció el sueño y cerró los párpados.
Al despertar: en acto que un psicoanalista diagnosticaría como el ejercicio de un complejo de autocastigo y castración, se arrancó los párpados culpables y los arrojó al suelo a fin de impedir que volvieran a cerrarse sobre sus ojos. Al día siguiente vio que aquellos pedacitos de piel habían arraigado y dado nacimiento a una planta.
En celebración del milagro, puso sobre sus ojos desnudos sendas hojuelas de aquella hierba —que en el acto se transformaron en nuevos párpados.
Besó la planta y experimentó una animación ungida de serenidad, de placidez. Hizo en agua caliente una infusión con aquella hierba y transmitió a sus discípulos el arte de alcanzar la firmeza que permite contemplar a Dios sin dejarse vencer por la fatiga, sin parpadear.
En el Asia oriental se dice desde entonces que el té es “tan ligero y vigilante como los párpados de Dharma“. La leyenda cede el paso a la Historia para reconocer que fueron los monjes budistas, durante el primer siglo de nuestra Era, quienes propagaron el uso y el cultivo del té como un arma contra la intemperancia. Con tan buen éxito, que para el año 780 ya el té era en China objeto de impuestos; y para 805, se cultivaba en el Japón, donde hay noticias literarias de su consumo desde 593.
Un médico y naturalista alemán, Andreas Cleyer, introdujo el té en Java en 1684; pero no fue sino hasta 1827 cuando J. I. Jacobson, inglés, llevó a esa tierra las primeras plantas de té de China, y fundó así la industria indonesia del té.
Es tan curioso como significativo que los árabes hayan sido, en 850, los primeros en enterarse de la existencia de esta planta —que no logró, entre ellos, destronar al café. El té está tan despojado de
deseos como Buda; el café aspira, como Mahoma, a la dominación. Ambas bebidas caracterizan a los dos grandes pueblos orientales que las han hecho’! suyas: el árabe bebe un café cuya preparación es complicada, porque el café lo vuelve más árabe; los chinos y los hindúes beben té porque los ayuda a conservar su forma quieta, firme, vigilante y esbelta. Los pueblos saben elegir lo que les eleva.
Descubrimientos, incursiones y viajes del Renacimiento fueron revelando a los europeos la existencia del té en este orden cronológico: los venecianos —que habían establecido contacto con China desde antes que Marco Polo se lanzara en 1271 a su fabulosa residencia de 17 años en el lejano Oriente, tan rica en resultados civilizadores— conocieron el té en 1559; los ingleses en 1598; los portugueses en 1600.
Los holandeses llevaron a Europa no ya la noticia, sino el té mismo, por 1610. El té llegó a Rusia en 1618; a París, en 1648; y a Inglaterra y a Norteamérica por 1650.
En el segundo tercio del siglo xvul los ingleses se establecieron en la India. Desde entonces, cada vez más, harían del té, cuyo comercio mundial monopolizó la English East Tea Company —conocida por la Johns Company— de 1600 a 1858, su bebida nacional. Si el café, después de mil vicisitudes y oposiciones, había logrado substituir a la cerveza en Inglaterra, el té tomó su sitio. Los cafés reservados a los caballeros se vieron competidos y vencidos por los “jardines de té” abiertos a las damas y a las familias y llenos de atractivos adicionales —música, juego de bolos, caminatas por los prados, invernaderos, columnas y estatuas. Había nacido el “garden party”.
Al abrirse en 1732 los Vauxhall Gardens, el propio Príncipe de Gales consagró con su presencia un sitio cuya ilustre clientela incluía al fabuloso Dr. Samuel Johnson, adicto al té hasta la docena de tazas. Se generalizó
—mientras el café se batía en vergonzosa retirada— el té de las cinco, implantado por la duquesa Ana de Bedford, quien se hacía servir por las tardes té y pastelillos porque, según decía, a esa hora experimentaba una sensación de hundimiento (“she had a sinking feeling”).
Detallar la medida en que los impuestos ingleses a un té al que los hoy Estados Unidos se habían aficionado en entusiasta imitación de la metrópoli precipitaron la Independencia norteamericana, excede los límites prudentes de la inclusión somera en este libro, de una bebida ajena a México. Bástenos señalar que la Ley del Té de 1773, que gravaba con tres peniques la libra, fue la gota de té que derramó la taza de la tolerancia norteamericana; y lo que excitó el patriotismo de nuestros vecinos inclinándolos a prescindir del té por el café.
Así ocurrió que `mientras Inglaterra había comenzado por beber café y acabado por beber té, los Estados Unidos comenzaran por beber el té que les vendían tan caro los ingleses —y acabaran por implantar el café— que podían comprarles tan barato a los sudamericanos. A mediados del siglo pasado, los hábitos de ambos países se habían invertido: per capita, los ingleses bebían cinco veces más té que café; los norteamericanos, veinticinco veces más café que té.
De 1890 a 1915, año en que abandonaron el experimento por incosteable, los Estados Unidos intentaron cultivar el té en el clima.
propicio de Summerville y bajo la dirección del Dr. Charles U. Shephard. Pero la mano de obra resultaba demasiado cara.
Una vez abolido en 1903 el impuesto proteccionista de diez centavos de dólar por libra que estuvo en vigor durante la guerra con España, ya no era negocio esforzarse en cultivar una planta de escaso consumo, y para cuya recolección barata habrían tenido que importar, a muy alto precio de transporte, braceros orientales.
Remolacha, tomates, algodón —eso es otra cosa. Más alimenticia; aun el algodón, puesto que rinde manteca vegetal. Apurada nuestra exótica taza de té, veamos brevemente la historia de otras dos bebidas más arraigadas en nuestras costumbres: el chocolate y el café.
El té, el café y el chocolate lograron en diez años substituir a la cerveza como desayuno en Inglaterra. Samuel Pepys resulta además ser el precursor de los desayunos modernos comenzados por jugo de naranja, pues en su Diario consigna haberlo bebido en la casa de su primo Stradwick, y que lo halló excelente “para el dolor de cabeza por los excesos de la noche anterior” “Aquí —dice—, lo que no había hecho nunca, bebí un vaso, creo que una pinta, de jugo de naranjas, de cuya corteza hacen confituras (la incomparable mermelada inglesa) ; y aquí beben el jugo como vino, con azúcar, que es una bebida excelente, pero siendo nueva, yo dudé si no me haría daño”.
Contemporáneamente con el arraigo del café, llegó a Inglaterra el chocolate —nuestro chocolate. El 16 de junio de 1657 apareció en el Publik Advertiser un anuncio que rezaba así: “En Bishopsgate, en Queen s Head Alley, en la casa de un francés, se vende una excelente bebida de las Indias Occidentales llamada Chocolate, donde puede usted tomarlo en cualquier momento, y también sin hacer, a precios razonables”.
Pero el chocolate no alcanzó en Inglaterra la popularidad que en Francia o en España. Sin embargo, en Inglaterra se conoció primero que en Francia, pues en 1650 Sir Ralph Verney, a la sazón exiliado
en Blois, escribió a Londres para pedir que le enviaran chocolate con qué confortar a su esposa moribunda.
Su tío se lo mandó, con instrucciones de cómo prepararlo, pues “esta cosa es desconocida en Francia”.Ya desde 1640, en el Theatrum Botanicum de Parkinson, se menciona el chocolate con las reservas y la incomprensión británicas que lo definen como “aceptado con gran estimación entre los indios, que no
tienen nada mejor; pero a los cristianos, les parece bebida para cerdos, aunque a falta de algo mejor, la aceptan y acostumbran”.
Mientras en Londres por 1657 se empezaban a enterar del chocolate, a afrontarlo con torpe recelo y a preferir el café, llegaba a la Nueva España un dominico inglés que acá permanecería doce años: de 1625 a 1637; y cuyo libro de viajes, o “diario de tres mil trescientas chillas”, aparecería en Londres en 1648.
Apenas llegado a México —capítulo 5 de su libro—, Fray Tomás Gage realiza su primer contacto con el chocolate. Se ve obsequiado por el Prior de Santo Domingo con dulces y con “una taza de la bebida india llamada chocolate” -que le sirven como un preámbulo o aperitivo, puesto que “terminado este refrigerio, procedimos a uno mejor, que fue una espléndida comida, tanto de pescado como de carne. No se omitió ave alguna; muchos capones, pavos y gallinas servidos con prodigalidad, para mostrarnos la abundancia de provisiones de aquel país”.
En ese primer párrafo promete hablar más del chocolate; y cumple su promesa. Lo preparan con especial habilidad las monjas que le reciben en Oaxaca, camino de Chiapas. Y hacen también atole, “que es como nuestra leche de almendras, pero mucho más espeso, y se hace con el jugo del maíz tierno o trigo indio, que confeccionan con especias, moscada y azúcar, y que no sólo es admirable por la dulzura de su aroma, sino mucho más confortante y nutritivo para el estómago”.
Y “no es ésta una mercancía que pueda transportarse, sino que se ha de beber donde se hace. Pero la otra, el chocolate, se empaca en cajas y no sólo se envía a México y a otras partes cercanas, sino que mucho de él se transporta anualmente a España.
Todo el capítulo 12 de su libro lo consagra Fray Tomás Gage a una larga, pesada exposición y digresión acerca de “dos bebidas o Podones diarias y comunes que se usan mucho en las Indias, llamadas chocolate y atole”.
Al leer sus argumentaciones sobre los “humores”, los fríos, los calientes (tan propio y simple esquema médico y científico de los siglos xvi y xvii), nos parece escuchar un eco del libro que “del chocolate, qué provecho hace y si es bebida saludable o no” había publicado en México el doctor Juan de Cárdenas en 1606, o los capítulos VII, VIII y IX de sus “Problemas y Secretos Maravillosos de las Indias”, dedicado este libro al virrey don Luis de Velasco e impreso en 1591. En el cual, a su vez, percibimos ecos y coincidencias con lo que acerca del chocolate y del Cacahoaquáhuitl o árbol del cacao había escrito en el capítulo LXXXVII del libro Sexto de la
Historia de las Plantas de Nueva España el protomédico de Felipe ll don Francisco Hernández.
Ni en Cárdenas ni en Gage faltan el mecaxóchitl y el tlilxóchitl (flor negra, vainilla) en las recetas cuya observación Hernández fue el primero en recabar.
El capítulo, de Gage, sin embargo, ofrece algunos rasgos propios y pintorescos, como la explicación que da del nombre chocolate, que supone compuesto por atte, o atl, que en lengua mexicana significa agua, y por el sonido que hace el agua en que se pone el chocolate,
que es choco choco choco cuando se le bate con un instrumento llamado molinillo, hasta que burbujea y sube como espuma”. Y una noticia que es congruente con el desdén con que ya vimos que los ingleses recibieron el chocolate: “He oído a los españoles decir que cuando nosotros (los ingleses) capturamos una buena presa, un barco cargado de cacao, con ira e indignación arrojamos por la borda esta mercancía, sin ver su bondad y su valor, sino llamándola en mal español cagarruta de carnero… Es uno de los productos más necesarios en las Indias, y nada enriquece más a Chiapas que él, adonde llegan desde México y otras partes las ricas talegas de peluconas a trueque de esta cagarruta de carnero”.
En el atole, Gage —hombre práctico— ya no ve la utilidad de explayarse, puesto que en Inglaterra no podrán tomarlo. Sólo añade que es la bebida de los antiguos indios, una papilla espesa hecha con la harina del maíz: que es ventoso y melancólico; que las mujeres lo llevan al mercado caliente en ollas y ahí lo venden en jarros.
“Así como nosotros vamos a una taberna a beber una copa de vino, los estudiantes criollos van en compañía a los mercados públicos, e igual de públicamente compran y beben por medida este atole que a veces está sazonado con un poco de chile o pimiento largo, y entonces les gusta más.
Pero las monjas y las damas tienen la gracia de confeccionarlo con canela, aguas dulces, ámbar o nuez moscada, y mucha azúcar, y se afirma que así es una bebida muy fuerte y nutritiva, que los médicos recetan a los débiles, como aquí les damos leche de almendras. Pero de lo que Inglaterra nunca supo ni gustó, no diré más, sino que apresuraré mi pluma hacia Guatemala, que ha sido mi segunda Patria”.
Dos reinas españolas introdujeron en Francia un chocolate mexicano desde el principio bienvenido en España, y rápidamente incorporado a la dieta de la Península: Ana de Austria, hija menor de Felipe III y esposa en 1615 de Luis XIII. Ella fue la primera en aficionar a esa bebida, considerada tan medicinal, al Arzobispo de Lyon, Cardenal Alfonso Du Plessis, hermano del tortuoso Cardenal Richelieu.
Y cuando su sobrina María Teresa de Austria, hija del siguiente Felipe, casó con el suntuoso hijo de Ana que era Luis XIV, la Infanta se hizo acompañar a la Corte de Versalles por una doncella o sirvienta llamada —o apodada— La Molina.
La principal misión de esta doncella consistía en endulzar (las penas, con pan son menos) las tribulaciones conyugales de la Infanta con cuantos guisados españoles acrecentaban la repulsión que el Rey Sol (como nuestro Moquihuix por la magra y halitósica Chalchiuhnenetzin aquí en Tlatelolco) sentía por la fealdad de su esposa.
“Es culpa de los ajos que devora” —murmuraban algunas de sus rivales detractoras: la Valliere, la Montespan, la Maintenon, esposa morganática del rey; “Es por el chocolate” —rectificaban otras. “Tenía los dientes negros y cariados —dice en sus Memorias la prima del Monarca.
Mlle. de Montpensier— porque comía constantemente chocolate”. Y en otras partes de estas indiscretas Memorias, se acusa a La Molina de que “Apacigua el hambre de su pobre señora dándole para merendar unos pasteles fríos, preparados con carne picada, fuertemente especiosa y encerrada en una pasta feuilletée”.
Con lo cual, de paso, nos enteramos de que esta pasta feuilletée o milhojas, que pasa por tan francesa, fue una novedad española llevada allá por María Teresa de Austria, o sea por La Molina.
Y nos persuadimos de que constituya, a su vez, una herencia arábiga arraigada en España con el nombre de Hojaldre. Hasta la fecha, los árabes comen con deleite estas empanadas de carne fuertemente especiadas, y pasteles de hojaldre con miel y nueces. Hasta la fecha los franceses se jactan de el “en croute”( Costra en español), y de su “patisserie”, en que el hojaldre asume mil formas.
Extendernos más en el chocolate: abusar de él, engordaría sin límite estas páginas. Ciñámonos a condensar unos cuantos datos culminantes de su historia a partir de su ya mencionada introducción en
Francia por las dos reinas españolas.
Un oficial de María Teresa, apellidado Chaillon, obtuvo el privilegio real de fundar una primera chocolatería que anunciaba como “Escuela le los Sabios, Reunión de los elegantes, Casa de los Dioses”. Al cocinero del Mariscal Du Plessis, Pralin de nombre, debemos el invento del “Praliné”, que él empezó por cubrir con chocolate la sorpresa de otros deleites perfumados en los bombones.
El éxito fue tan grande que en 1776 Luis XVI autorizó la inauguración de la Confitería llamada “Chocolaterie Royale”. Golosina y bebida, nuestro chocolate deleita a toda la Europa de los siglos XVII y XVIII. Goldoni hace exclamar a uno de sus personajes en “La Conversazione”: “Larga vida al chocolate y el que lo inventó “.
“Vivva pur la cioccolatta
e colui che 1’a inventata”.
En la Nueva España, el virrey Marqués de Mancera (1673) inventa una taza-plato en que pueden con amplitud convivir los bizcochos y el chocolate en qué sopearlos: la mancerina; y como Carlos III, finge distracción mientras desayuna, para que el criado le llene la taza dos y tres veces.
El chocolate, “agasajo de Guajaca”, se vuelve un verdadero vicio en Goethe, una vez que Humboldt, a su regreso del viaje a México, le comunica las virtudes de esta golosina con que el genio se complace en obsequiar a sus amistades.
Es tal la demanda del chocolate, que desde principios del xix se piensa en cómo industrializarlo. Si no hubiera antes existido el pinole, de que los nahuas hacían atoles, el holandés C. J. Van Heuten sería, en 1828, el precursor de los cafés y de los chocolates en polvo de nuestros días, pues en esa fecha discurrió, con buen éxito comercial, pulverizar una pasta que primitivamente se exportaba en pellas; y cuando las inteligentes damas guatemaltecas discurrieron hacerlo así, en tablillas, invento que Gage hace la justicia de acreditarles.
El chocolate en polvo del holandés Van Heuten perdura en la cocoa industrial que los norteamericanos utilizan en salsas, pasteles o bebidas. Don Ricardo Palma incluye entre sus deliciosas Tradiciones Peruanas el episodio de los jesuitas que en aquel país dieron en mandar a España regalos excesivamente frecuentes de pellas de chocolate —hasta que un día se descubrió que si pesaban tanto, es porque iban rellenas de
onzas de oro— hábil contrabando.
Rozas traía a México la primera máquina para liberar del metate.
Tradicional la fabricación en serie del chocolate. Un testimonio de la propagación del chocolate en Europa nos dejó Fray Servando Teresa de Mier en estos párrafos: “Vi en el Jardín Botánico de Florencia sobre una maceta nuestro maguey con su letrero: Alve mexicano; así le llaman los botánicos, o agave, así como llaman al chocolate (o ciocolatta, como dicen los italianos) teobroma o bebida de los dioses.
Está demostrado que es el mejor nutritivo que tiene la naturaleza, y que sustenta más una onza de chocolate que dos de carne. En Europa lo dan en todas las enfermedades y las fiebres, porque es un desatino llamarlo (sic) caliente; nosotros equivocamos su naturaleza con la de la canela que le añadimos.
De cuatro maneras con que lo hacían los indios, una sola, y no era la mejor, tomaron los españoles, llevando a España con el nombre de cacao y de chocolatl (que significa cacao, agua y dulce), hasta la piedra que llamamos metate, y el nombre de la taza en que se bebía, llamada xicalli, de que ellos hicieron jícara y los italianos chichera. Los jesuitas lo dieron a conocer a éstos’, y hacían comercio en este ramo.
Hoy que ha cundido por toda la Europa han mejorado su manipulación, y se muele el cacao con máquina sin tostarlo, lo que le hacía perder en la evaporación todo lo más substancioso en la parte oleosa. Los franceses pierden la cabeza del gusto que han tomado al chocolate, de que han hecho mil composiciones con nombres griegos. Los italianos le han compuesto mil canciones. El chocolate forma sus delicias, siempre convidan por
gran regalo a tomar la cioccolatta, y en Florencia, en las casas distinguidas por delicadeza y gusto, me lo hacían servir en coquitos, como aún se usa por tierra dentro.”
Motín de Indios
Dos “Diarios” minuciosamente llevados en el siglo mi: el de Gregorio de Guijo de 1648 a 1664 y el de Antonio Robles de 1665 a 1703 deberían ofrecernos documentación importante acerca de la gastronomía de la ciudad.
El hecho de que no lo hagan, podemos interpretarlo, no como una evidencia de que el arte de comer haya decaído en esa época: sino como una prueba de que para ambos puntuales cronistas, los comelitones que seguían a las fiestas religiosas que en cambio detallan, eran cosa ordinaria que por sabida debía callarse.
Apenas apuntaban las escaseces, como Guijo la sufrida a mediados de mayo de 1662, o nos permiten seguir, como Robles en el suyo, la gestación, el estallido y las consecuencias del motín a que el hambre empujó a los indios el domingo 8 de junio de 1692.
Don Carlos de Sigüenza y Góngora narró este motín de que fue
activo, acongojado y valeroso testigo, en extensa carta-relación dirigida a su amigo el Almirante Pez con fecha 30 de agosto del año en que ocurrió —interesantísimo documento que había permanecido inédito hasta 1932. Puede el curioso leerla casi en su totalidad en el tomo 13 de la Biblioteca del Estudiante Universitario (Sigüenza Rel. Hist.), México, 1940 —edición y notas de Manuel Romero de Terreros: págs. 91 a 169.
Sigüenza se muestra en esa relación muy severo al juzgar a los indios amotinados. Los acusa de haber fingido la muerte de la mujer que sirvió de pretexto para el alboroto, y prácticamente justifica la agresión de que los indios fueron objeto en la alhóndiga. Si menos brillante, Robles es en registrar en su Diario los mismos
hechos, más objetivo e imparcial.
Espiguemos en el Diario de Robles la cronología de estos hechos: el 23 de agosto de 1691 hubo un eclipse y “cayó” en los trigos y maíces sembrados una plaga que llamaron chahuistle, que era un gusano en la raíz, con que fueron las cosechas cortísimas, de que se originó la carestía de bastimentos y de ella hambre mortandad de gente en toda la Nueva España; y duró hasta mucha parte del año siguiente, en que llegaron a dar siete onzas de pan por medio real, y en el siguiente pasado hubo día que no se halló un pan en toda la, ciudad”.
El jueves 13 de septiembre “se armaron los panaderos a no querer amasar, y no se hallaba una torta en todo México”. El viernes 14, “con dificultad se ha hallado el pan, y vino el virrey de los Remedios solo a remediarlo”.
El miércoles 16 de enero de 1692 “se pregonó el permiso de sembrar el trigo blanquillo los que quisiesen, y se alzaron las censuras que lo prohibían, y se habían despachado y publicado a pedimento de los de Puebla”.
La carestía de agravó: “El martes 22 de enero se subió el vino a siete reales; el 9 de marzo se leyó edicto para que no hagan los indios las hostias, sino los sacristanes, y que acudan al hospital de Jesús Nazareno por ellas, lo cual se mandó por el recelo de que no ministraran la harina de trigo con otra por la carestía”.
“El 7 de abril lunes, segundo día de Pascua de Resurrección, predicó en la Catedral el padre Fr. Antonio de Escaray, del orden de San Francisco, estando presente el virrey, audiencia y tribunales, con tanta
imprudencia sobre la falta de bastimentos, que fue mucha parte para irritar al pueblo, .de suerte que si de antes se hablaba de esta materia con recato, desde este día se empezó a hacer con publicidad, atribuyendo las diligencias que hacía el virrey solicitando bastimentos para la ciudad, a interés y utilidad suya, y aplaudieron mucho a dicho predicador”.
El martes 6 de mayo —ya un poco tarde— se pregonó el maíz y trigo para que lo vendan todos. El domingo 8 de junio, unos indios acudieron a la Alhóndiga en solicitud de maíz. En vez de dárselos, un mulato y un mestizo del grano, mataron a palos a la india que había ido a importunarlos.
Los deudos cargaron con su cadáver hasta el Arzobispado; el señor Arzobispo se lavó las manos, les dijo que fueran a pedir justicia al Palacio virreinal, donde fueron maltratados, reaccionaron, se amotinaron —incendiaron las puertas que se les cerraban, los doscientos ochenta cajones que había en la Plaza, las casas de Cabildo y el archivo de su secretaría (que en gran parte logró salvar el angustiado don Carlos de Sigüenza y Góngora) y el de la contaduría, y los oficios de la audiencia de abajo, y los coches y mulas del corregidor don Juan de Villavicencia que vivía en dichas Casas, y la entrada de la Alhóndiga… El Diario de Robles
contiene una minuciosa relación del tumulto, calmado el cual, amaneció en el palacio destruido un pasquín que decía: “Este corral se alquila para gallos de la tierra y gallinas de Castilla”.
“Echáronse’, diversos bandos, unos peores que otros, contrarios y perjudiciales a la paz —comenta Robles—, y luego hubo y ha habido bastante maíz, de que se infiere que la falta que había de él y del trigo en los días antecedentes al tumulto, no era porque no había estos bastimentos, sino porque lo habían ocultado algunos personajes por venderlos a subidos precios, no contentándose con el que tenían al presente, que era de 25 pesos la carga de trigo y de 3 pesos 4 reales la fanega de maíz”.
Renació el temor por los indios, a quienes poco a poco se había ido admitiendo dentro de la ciudad española. Ellos traían el carbón, los pollos… Veamos otras cuantas fechas ulteriores al motín, en el Diario de Robles:
Martes 10 de junio: echaron bando para que no anduvieran juntos arriba de cinco indios, y pena de la vida… Estos días no ha habido tienda abierta ni comercio, ni se ha hallado pan, maíz ni pollos, ni ha habido estudios.
Miércoles 2 de julio, 1692; pregonase que no haya regatones de semillas. Sábado 12, echaron bando que se muden los indios a los barrios, y que no estén entre los españoles. Domingo 13; marcharon los panaderos en forma.
Sábado 19: se pregonó no se venda ni hagan pulque en toda la Nueva España, con pena, a los españoles, de 200 pesos, y a los indios azotes y obraje.
Noviembre; de 1692: viernes 14, este día no se ha hallado carbón ni leña; las gallinas están a siete reales y las pollas a tres; el pan está carísimo. Dios lo remedie.
Como guía para asomarnos a la vida de la ciudad en el siglo XVlll, disponemos de las Gacetas que la reseñan. Por desgracia, también estos documentos se explayan en las ceremonias religiosas y de corte, pero se abstienen de consignar lo que nos interesa saber.
Sólo encontramos en ellas menciones escuetas de alguna altruista comida a los 700 presos, o la noticia de que el Jueves Santo, abril de 1733, “ese día se pusieron a la común expectación las muy amplias y espléndidas mesas en que el . Señor Virrey da anualmente de comer a doce pobres, a quienes también se les da todo vestido, y una competente limosna” —altruista práctica que Maximiliano intentó restaurar.
El Cafe
PARÍS probó —con repugnancia— su primera taza de café cuando en 1669 el embajador hirco, Solimán Aga lo introdujo, por modo avieso y pintoresco, en la Corte de Versalles.
El sultán Mohamed IV lo envió como su representante ante el Rey Sol, quien lo recibió fría, desdeñosamente; pero procurando apantallarlo: vestido con un traje cuyos diamantes valían catorce millones de libras, y que no volvió a ponerse. El turco, en cambio, se presentó muy modestamente ataviado; pero había alquilado un palacio cuya exótica decoración pasmó a los nobles: maderas perfumadas, luces tenues, cortinajes, almohadones—ni una silla— para sentarse. Pero los esclavos morenos les proporcionaban amplias, ricas batas con qué sentirse cómodos echados en el suelo, sobre finos tapetes. Y servilletas bordadas de oro al presentarles una bebida oscura, muy caliente, desagradable.
Los nobles empezaron a enviar a sus señoras, picadas de viva curiosidad y dispuestas a pagar por ver tanta extraña maravilla, el precio de absorber el café. Una vizcondesa fingió ir a darle un dulce a los pájaros enjaulados del extraño salón, y lo dejó caer en su taza de café. Solimán no pareció haberlo advertido; pero al día siguiente, sus esclavos ofrecieron a las damas, con el café, terroncitos de azúcar.
La conquista de Francia no le fue fácil al café, contra el cual se irguieron voces tan despectivas y autorizadas como la de Madame de Sevigné, quien admiradora de Corneille, opinó que “la moda de Ratine pasaría tan rápidamente como la del café”. Un armenio apellidado Pascal intentó acreditar aquella bebida ofreciéndola durante una feria en 1672, dentro de una barraca que aspiraba a copiar los cafés de Constantinopla. A su fracaso, siguió diez años más tarde el de otro armenio, Maliban. Ambos cometieron el mismo error: rodear al café.
de una atmósfera inadmisible, que no “enchufaba” con los parisienses. Fue un griego, de la Creta (o Candia) que entonces pertenecía a los turcos, quien en 1690 discurrió vender directamente en las casas, como la leche para el desayuno, un café que daba barato. Por dos sueldos, llenaba la taza que le tendían. Así empezó a franquear los umbrales burgueses el aroma del que acabaría por ser universal desayuno. Aquel cafetero ambulante y emprendedor era conocido como “el Candiot”.
Fue empero el italiano Procopio dei Cottelli, que había sido criado del Pascal fracasado antes, quien instaló el primero en 1702, frente al Teatro Francés, el establecimiento que habría de dar la pauta para los Cafés que los rehacios parisienses —y después todo el mundo— acabarían por patrocinar: un Café que no tuviera nada de exótico en su decoración: con espejos, mesás de mármol, sillas normales— y en que, además, se pudiera tomar chocolate (ese sí gustosamente aceptado por los franceses desde el principio), licores, helados, pasteles y frutas confitadas. A partir de entonces, la nueva idea de sociabilidad: el intercambio de críticas y opiniones, habría hallado un recinto propio: el café —y un estímulo insuperable: el café.
El café convocaba y admitía a toda una mezcla pre-democrática de burgueses, pequeños artesanos, obreros. En torno de sus mesas, el burgués inexperto en el arte de pensar se encontraba con el escritor, el periodista capaz de discutir horas enteras, el abogado, el estratega. Michelet percibiría, para expresarla con campanuda elocuencia, la relación que el advenimiento del café tuviera con el de la Libertad, Igualdad y Fraternidad —aspiraciones que aquella bebida estimulante propiciaba. Dice este historiador: “Nadie dude que en parte corresponda el honor de esta explosión (la Revolución Francesa) a la feliz revolución de los tiempos, al gran hecho que creó nuevos hábitos y modificó aun los temperamentos: el advenimiento del café..
Se ha destronado al cabaret, al innoble cabaret donde, bajo Luis XIV, la juventud rodaba entre los toneles y las mozas… El café, licor sobrio, poderosamente cerebral, que al contrario de los espirituosos, aumenta
la claridad y la lucidez; este café que suprime la vaga y pesada poesía de los humos de la imaginación, y que bien mirado, hace brotar la chispa y el destello de la verdad; el café antierótico, que subordina al sexo por la excitación del espíritu… El fuerte café de Santo Domingo; el que han bebido Buffon, Diderot, Rousseau, añadió su calor a las almas cálidas, a la vista penetrante de los profetas reunidos en el antro de Procopio, que vieron en el fondo del negro brebaje, el rayo futuro del 89 .. “
Nadie como Balzac para llevarnos con los personajes de su Comedia Humana a los cafés, restaurantes y hoteles a que su diversa fortuna les permite asomar ya su opulencia, ya su miseria; siempre la
“gourmandise” ”que el novelista comparte, buen anfitrión literario, con sus personajes, o les comunica, o atribuye.
Con ellos podemos visitar el Café Zoppi, sucesor del fundado por Procopio; pero ”además el Minerva, el Voltaire, el de las Mil Columnas, el de Foy, el Servet, el de las Artes, el David, el Borel —y los más famosos y elegantes: el Café Anglais, el Riche, el Hardy, el de Chartres, el Véfour, heredado por mi amigo Raymond Oliver, de quien hablaré adelante con algún mayor detalle; y los restaurantes: el Ladran Bleu, el Petit Rocher de Cancale, el Cheval Rouge, el Au Puits sans Vin, el Veau qui Tette —y los muy modestos Hurbain, Katcomb,
Tabar. Con los personajes de Balzac visitamos el Hotel de Princes, el Mirabaud, el Lawson, el del Rhin, el de Mayence, el del Buen Lafontaine, el del Comercio, el “du Gaillard Pois”, el de Cluny, el Lion d’Argent .. .
El primer Café abierto en Inglaterra lo fue en Oxford en 1650,”en el Angel, en la parroquia de San Pedro, en el Este”. En 1656 cierto Anthony Wood visitó a un boticario cerca del Colegio de Todos Santos para probar la nueva bebida, que los anuncios describían como inocente y simple, incomparablemente buena para los afligidos por la melancolía”.
No un embajador como a Francia: pero sí un mercader, que había estado en Turquía, Daniel Edwards, fue el primero en llevar a Londres café. La historia completa de la introducción de esta bebida la narró en la hoja volante que publicó a partir de 1680 un boticario y Comerciante en té, café y chocolate llamado John Houghton. Su hoja Se llamaba “A Collection for Improvement of Husbandry and Trade” y daba noticia del desembarco de mercancías, sus precios corrientes y anuncios de empleos vacantes o solicitados.
En el número 480 de esta hoja noticiosa, fechado el 2 de mayo de 1701 (año del advenimiento de los borbones al trono español), precisa los datos que ha reunido acerca de la rápida boga del café a partir de su introducción por el mercader de Smirna, Daniel Edwards.
Este Edwards tuvo por Socio a Pasqua Rosée, a quien una vez establecido por cuenta propia al reñir con Edwards —o según otras fuentes, con su permiso— debemos el primer anuncio de un café. El Museo Británico conserva el Original de la hoja volante en que Pasqua Rosée describe y encomia “La Virtud de la bebida Café, por primera vez públicamente hecha y vendida en Inglaterra por Pasqua Rosée”. El café “estimula el espíritu y aligera el corazón; es bueno contra los ojos irritados, excelente para prevenir y curar la inflamación, la gota y el escorbuto, y no es ni Laxante ni astringente”.
La historia del café —bebida y grano cuyo nombre se relaciona rton el Kaf fa, provincia al suroeste de Abisinia en que la planta crecía silvestre, y fue de ahí llevada a Arabia y cultivada hace 500 años.
se adorna con una leyenda según la cual un pastor llamado Kaldi, intrigado ante el extraño comportamiento postprandial de sus cabras, Osó probar los granos del arbusto siempre verde que su rebaño parecía deleitarse en mordisquear.
Y entusiasmado por el bienestar y la alegría que experimentó: loco como una cabra de las suyas, salió corriendo a proclamar al mundo su felicísimo descubrimiento. Una acreditada y hermosa leyenda atribuye a Juan Guerrero, esclavo negro de Cortés en Coyohuacan, toda la riqueza triguera de la Nueva España como derivada de aquel único de los tres granos que halló por azar mientras limpiaba un saco de arroz; que sembró, y uno solo de los cuales acertó a germinar. Y de sus espigas, saldrían todas las que en muy corto tiempo se propagaran.
El cultivo del café en el Nuevo Mundo cuenta una leyenda no menos dramática, aunque más tardía. El joven oficial francés Gabriel Mathieu de Clieu se hallaba asignado a la infantería del Rey en la Martinica. Y al visitar a Francia en 1720 o 23, supo que los holandeses habían logrado trasplantar el café de Arabia a las Indias Orientales, y resolvió hacer lo mismo en el clima semejante de la Martinique.
Pero las pocas plantas de cafeto que había en París, se hallaban resguardadas en los invernaderos de Luis XV. Le Clieu se ingenió para apoderarse de un grano (otros historiadores dicen que fueron tres) de la preciosa planta. En su viaje de regreso, durante un mes se vio obligado a compartir su escasa ración de agua con la tierna plantita “sobre la cual —dice en su diario— fundaba mis más felices esperanzas, y que era la fuente de mis deleites”.
De Clieu logró por fin plantar su arbusto en la Martinica y lo cuidó con amor hasta su primera cosecha de granos —de la cual, según esto, proviene la mayoría de las plantaciones cafetaleras de América. Tres años después de la muerte de Clieu, en 1777, su arbusto había engendrado una descendencia de 19.000,000 de cafetos en sólo la Martinica.
Como más tarde en Francia, el café como sitio de reunión desempeñó un papel importante en la vida de Londres durante fines del XII y casi todo el XVIII. A los veinte años de abierto el primero: o sea
en 1675, ya había 3,000 cafés, nidos de murmuración política. Escribió Thomas Jordan:
A los que gozáis ingenio y risa
y os gusta saber las noticias
de todas partes de la tierra,
holandesas, danesas, turcas, judías;
yo os enviaré a un rendez-vous
donde las noticias ebullen:
id a escucharlas a un Café;
no pueden ser sino ciertas.
Abogados, escritores y políticos constituían la clientela habitual de los Cafés. Las murmuraciones en ellos gestadas indujeron a Carlos II a intentar; sin éxito, suprimirlos en 1675 sobre el considerando de que “la multitud de Cafés recientemente abiertos en el Reino, y la abundancia de personas ociosas y disipadas en ellos han producido efectos muy nocivos y peligrosos”. La ley que suprimía los cafés no fue nunca puesta en vigor. Tuvo en su contra a toda la opinión pública.
Todavía en 1726 Horace Benedict diagnosticaba que en Inglaterra “lo que atrae enormemente en estos Cafés son las gacetas y otros periódicos. Los trabajadores acostumbran a empezar el día por ir al café para enterarse de las últimas noticias… Algunos cafés son frecuentados por eruditos y sabios, otros son refugio de ‘dandies’ o de políticos, o bien de chismosos profesionales; y muchos son templos de Venus”. Pero en ellos no se comía —sino prójimo. En su “Journey through England” de 1714, J. Macky afirma que “la costumbre general aquí es reunirse en un café e ir a cenar a una taberna”.
Pronto apareció el Café en Norteamérica. La primera licencia para venderlo le fue otorgada a una mujer —Dorothy Jones— en Boston, en 1670. Para 1689 había ya cafés en Boston, Nueva York, Filadelfia.
Particularmente importante en la historia de los Cafés es la “Merchant’s Coffeehouse’ establecida en Nueva York en 1737. Le confiere importancia histórica a este Café el hecho de que en él se haya fraguado nada menos que la Independencia de lo que acabarían por ser los Estados Unidos de Norteamérica.
Rendimiento lateral de los cafés: de las animadas reuniones que el brebaje propicia, y de la conversación sobre temas políticos que preferentemente se entablan en los cafés, es el periódico, recurrente arreglo del mundo que suele disponerse en torno de sus mesas. Aparte la reflexión corroboradora que podríamos hacer acerca de la influencia que hayan tenido en la Independencia Mexicana las tertulias en los cafés de la Capital a fines del XVIII y principios del XIX, tenemos mucho más próximo en el tiempo el caso de los republicanos españoles, que durante treinta años han estado derrocando a Franco en ese poco sangriento campo de batallas orales que son los cafés.
Hasta principios del XVIII, el café fue un artículo de importación para el Nuevo Mundo. Pero en Haití y en Santo Domingo, su próspero cultivo se emprendió en 1715. De esta fecha en adelante, lo vemos aparecer en aquellos países cuyo clima es propicio: Brasil, 1727; Cuba, 1748; P uerto Rico, 1755; Costa Rica, 1779; Venezuela, 1784; México, 1790. De todos los países cafetaleros del Nuevo Mundo, El Salvador, que los tiene excelentes, fue el más tardío —1840– en iniciar su cultivo.
La fecha de 1790 como la de la introducción del cultivo cafetalero en México se corrobora con la existencia de una Real Orden del gobierno español que en 1792 eximía de impuestos a “los utensilios para ingenios de azúcar y molinos de café” que se trajeran a la Nueva España procedentes de la Metrópoli. Aunque se ignora cuándo se hayan plantado las primeras matas de café, se sabe que fue en Acayucan y en Aualulco.
Cuando Humboldt nos visita en 1803, observa en su Ensayo que el uso de esta bebida es tan raro en México, que todo el país no consume arriba de 400 a 500 quintales. Sin embargo: desde 1802, el café mexicano empieza a ser artículo de exportación, y en ese año se envían a España 272 quintales, y 344 a otros países, según datos de Miguel Lerdo de Tejada en “Comercio Exterior de México”.
Para 1809 ya hay café sembrado en Acayucan, Acualulco, La Antigua, y ”, en las haciendas de Jaime Salvat, San Diego de Barreto y Nuestra Señora del Rosario. El acreditado café de Córdoba debió su introducción al español don Antonio Gómez, vecino de esa Ciudad, quien trajo de Cuba cafetos de que en 1825 a 30 tenía arbolillos enteramente logrados en el Municipio de Amatlán, cantón de Córdoba.
A partir de esas fechas, se empezó a cultivar el café en forma más extensa y en mayores áreas en Veracruz, Tabasco, Oaxaca y Chiapas, y en menor escala, en Michoacán, a donde el general José Mariano Michelena mandó plantar en la Hacienda de la Parota, abajo de Taretan, unas matas de café de moka que trajo de un viaje a los Santos Lugares cuando este precursor de la Independencia, conspirador en su nativo Valladolid y Ministro de México en la Gran Bretaña en 1831, hizo turismo por Roma y Palestina.
El café de moka que Michelena aclimató en su hacienda de Ziracuarétiro, no lejos de Uruapan, se reprodujo con vigor de maleza sin que nadie se ocupara en cultivarlo. Fieles al chocolate, los michoacanos consideraban al café como planta de ornato cuando en 1828 don Manuel Parías llevó a Uruapan unos Cuantos arbustos.
El verdadero cultivo del café de Uruapán comenzó en una huerta inmediata al puente de San Pedro, propiedad de don Miguel Treviño, tan relativamente tarde como en 1860.
Hemos aludido a los Cafés como sitios de conspiradora reunión. Lo han sido sobre todo de sociabilidad. Ignorantes de las virtudes deleitosas de este grano arábigo hasta el siglo xviii, nuestras bebidas
Calientes eran a lo largo del xvi y del xvli el chocolate para los ricos y el atole para los pobres.
Ambos prehispánicos en sus ingredientes —el cacao y el maíz— y ambos rápidamente mestizados cuando a algún genio desconocido se le ocurrió diluir la pasta de cacao en ese producto importado con todo y mugiente envase que fue la leche, en vez de hacerlo en agua — del xocolatl—; y cuando el humilde atole
—que conserva el agua en su sufijo— se endulzó, no ya con la miel que aquí podía conseguirse, sino con el piloncillo, en cuanto —muy pronto después de la Conquista— empezó a cultivarse la caña de azúcar, y se dispuso de sus derivados más corrientes para el pueblo que así mestizó su atole volviéndolo el champurrado.
Los atoles, a semejanza del pulque, se beneficiaron con el advenimiento del dulce en la medida en que el pulque capitalizó la inagotable búsqueda mestiza y barroca de nuevos sabores. Los curados de
tuna, de apio, de guayaba, de piña, riman con los atoles de fresa, de vainilla, de leche… y de sahagún, o se desposan con el cacao en un híbrido de atole y chocolate; en variedades o variantes tan numerosas como las castas diversificadas de la Nueva España.
El chocolate, en cambio. una vez mestizado con la leche europea, redujo sus avatares a la canela o a la vainilla, y al mayor o menor espesor a que se le deguste “a la española” o “a la francesa”.
Chocolate o atole son alimentos propiamente dichos.
operar entre lengua y paladar la succión del deleite, dilatado hasta lo prudente, prolongado, por la
suave masticación del bizcocho, por el seráfico desleimiento de los azúcares, anises, canelas o ajonjolíes que lo decoran. Y así hasta “dame más pan para mi chocolate, dame más chocolate para mi pan”. Frente
a la variedad infinita de los bizcochos mexicanos, no es de asombrar que esa versión farinácea de las solitarias que son los churros españoles para tomar con chocolate, sólo hayan alcanzado un éxito de novedad sin mayor arraigo.
El café, en cambio, no es un alimento, sino apenas un estimulante.Para ser alimento, se ha de desposar con la leche. Y este maridaje no ocurrió en México sino hasta que a fines del siglo xvni —el siglo
borbónico y afrancesado (aquel en que Francia devolvió a España en la persona de un rey, Felipe V —a las dos reinas españolas que España le había enviado antes.
Notemos sin embargo que instalado en España, Felipe V empieza, en 1728, a comer con aceite) : se abrió
en la Calle de I Tacuba el primer Café. Los camareros se pararon a la puerta a invitar a los transeúntes a pasar a tomar café “a estilo de Francia”: esto es, endulzado y con leche.
Al señor don Carlos Francisco Croix, Marqués de Croix, 45 Q virrey de la Nueva España; flamenco nacido en Lille, Francia, en 1730; leal a su “amo”, corno llamaba al chocolatero Carlos III; ejecutor gustoso y enérgico de la expulsión de los jesuitas en 1767, debe nuestra Ciudad un preuruchurtiano embellecimiento que amplió la Alameda, retiró de ella el quemadero inquisitorial y atendió a la higiene de las almuercerías, encaminándolas hacia su ya próxima conversión en cafés y luego en restaurantes.
El café por ese camino oriental-yanqui, tardaría más o menos tiempo en convocar la aparición
de los hot cakes y de los waffles con miel de maple, y aun con nueces o con tocino incrustado. Y de las donas. A los hot-cakes —bastos y fofos como hule espuma— siempre opondremos la delicadeza crujiente de los buñuelos de rodilla.
De los chinos y sus cafés, hablaremos adelante con algún mayor detalle. Pero la tendencia de los cafés como sitios de reunión no es propiamente la de alimentar, aunque lateralmente la cumplieran. Podía beberse solo, en taza pequeña el “demitasse” con que culmina, en busca de un auxilio a la indigestión, todo banquete o toda comida y paladearlo sorbo a sorbo mientras se fuma puro, de preferencia.A nadie se le ocurre fumar mientras sopea chocolate.
Abstengámonos de perseguir al café como bebida —alimento en las peripecias a que lo ha sometido el país que más lo consume, y que no lo produce, pero que sí regula a su arbitrio el precio a que se lo deban proporcionar los subdesarrollados: el café con crema, el café en polvo, el café sin cafeína que es como decir o reconocer la persona sin personalidad.
Desde su primera edición, el libro Cocina mexicana o historia gastronómica de la Ciudad de México, de Salvador Novo, entraba en forma triunfal a la historia y a la literatura nacionales. Para los jóvenes de los años sesenta, su lectura fue motivación y apertura a un mundo mágico. La fascinación de los textos sencillos pero eruditos todavía deleitan al paladar. Los capítulos integran una minuta palaciega.
Hasta aquí queda la historia de Salvador Novo en la Primera parte de su libro Historia Gastronómica De La Ciudad De Mexico .
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